«Herencia de sangre» («City By The Sea», EE.UU., 2001; habl. en inglés). Dir.: M. Caton-Jones. Int.: R. De Niro, F. McDormand, G. Dzundza, P. LuPone y otros.
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En un galpón de Long Beach, rodeados por patrulleros y sitiados por la policía de Nueva York que los apunta con intención de tirar al menor movimiento, un padre y un hijo intentan resolver una delicada situación familiar que arrastra muchos años. Casi como si ignoraran el peligro exterior, ambos se abandonan a los reproches, a los remordimientos y a las lágrimas, a reconocer cuán pocas veces se atrevieron a decir «te quiero». El padre se fue de casa y lo dejó solo con su madre. Ahora parece demasiado tarde: el joven es un drogadicto y un criminal, y el padre el oficial que debería arrestarlo.
Algunos años atrás, en el final de «La ley del deseo», Almodóvar planteó una situación similar que involucraba a dos amantes masculinos: mientras sonaba un bolero, la respetuosa policía aguardaba en la calle que ellos resolvieran sus asuntos. Desde luego, aquello era una farsa, pero lo de ahora va en serio. Tan en serio como puede aspirar a serlo el policial americano contemporáneo con torniquete psico-familiar y de pareja. Es decir, la fórmula James Cagney más Jorge Bucay. «Herencia de sangre», nuevo vehículo para el De Niro policía, pertenece justamente a ese subgénero del film noir que parece empeñado en escarbar el costado blando de los tipos duros, en horadar su coraza «defensiva». En realidad, los tough guys nunca existieron, sólo que lo que Hollywood resolvía antaño con un par de gestos, miradas, y alguna frase chandleriana (porque nadie tuvo tantos problemas edípicos en el cine como Cagney), ahora lleva varias sesiones y escenas muy conversadas.
Pero esto no ensombrece la disciplina para generar historias que se ven con interés, que están bien actuadas y que son creíbles. «Herencia de sangre» es una película más que aceptable, al igual que otros productos de buena factura, aunque muy parecidos entre sí, como los tantos telefilms que se ven por HBO y en los que se evidencia a las claras cómo la industria se viene apropiando de muchos de los territorios que antes eran exclusivos del llamado «cine de autor», y los amolda a su propio formato.
El film tiene intérpretes a los que les sobra oficio, y plantea un conflicto claro (el padre enfrentado al dilema moral de tener que entregar a su propio hijo), y varias subtramas atractivas, como la del solitario -ese mismo padre-tratando de rehacer su vida con la cuarentona vecina que ignora todo sobre su pasado (Frances McDormand), hasta que llega el momento de poner las cartas sobre la mesa, o la del hijo, que llega al crimen cuando la droga le termina de carcomer la razón.
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