Gérard Depardieu y Cécile de France en «El cantante», atractivo drama sentimental de
Xavier Giannoli.
«El cantante» («Quand j'étais chanteur», Francia, 2006; habl. en francés). Dir.: X. Giannoli. Int.: G. Dépardieu, C. de France, M. Amalric, C. Citti y otros.
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"Yo no canto para que la gente me escuche sino para que tome champagne y baile. A nadie le interesa lo que canto. En Francia hay 13 millones de solteros mayores de 40 años... ¿muchos, no? Y bien, yo canto para ellos...". Así define Alain Moreau su rutinario oficio en oscuras discotecas provinciales, su repetido y mecánico trabajo hasta las 3 de la mañana. A veces hasta más tarde. «Desde el escenario, veo armarse y desarmarse parejas... Algunas pocas, quizás, continuarán. Nunca se sabe. Yo canto».
Moreau, uno de los mejores trabajos de Gérard Depardieu en los últimos años, es lo que los americanos llaman un crooner (habría sido más exacto titular el film como «el cantor» y no «el cantante»). Moreau, fumador de voz cascada, es el cantor de los 100 barrios franceses (más melancólico que el otro, claro). La película está ambientada en Clérmont-Ferrand, una región calma, de mucha historia y población más bien mayor (zona volcánica, cuna de las industrias Michelin, escenario del famoso documental sobre colaboracionistas «Le chagrin et la pitié»).
El cantor trabaja junto con su ex mujer y todavía manager suya, Michèle (Christine Citti), quien nunca dejó de quererlo ni de preocuparse por él, pese a que en el medio circule siempre su nuevo acompañante, propietario de un bar. Moreautiene buena relación con ambos, tan buena como la que tiene con todos: con las cincuentonas que le piden autógrafos y quieren fotografiarse a su lado, con las algo menores que se acuestan con él para darles celos a sus maridos, o con las ancianas, para quienes canta en asilos o fiestas. Todo le da igual: es una máquina de cantar, sonreír y fumar. Hasta que aparece Marion (Cécile De France), bella agente inmobiliaria, enigmática, angustiada, ligeramente cruel, y la existencia misma de Moreau se trastorna por completo.
Una de las virtudes de esta cálida e inspirada película de Xavier Giannoli (realizador joven, proveniente de un cine más restringido y «festivalero», y que por primera vez se dirige a un público más amplio) es la de evitar, dentro de su serena y coherente línea argumental, el cliché del «redescubrimiento del amor», la escapatoria más fácil (y casi obligatoria si el guionista trabajara en Hollywood).
Lo que Marion inspira en Moreau, y viceversa, no es amor, o mejor dicho, no es lo que las películas de amor suelen estrechamente entender y narrar como tal. El encuentro de ambos, sus reticencias y ansiedades (sobre todo la del cantor, que le lleva más de 20 años y muchos kilos y frustraciones de diferencia), produce un giro en sus vidas, aunque no las modifica ni hacia un lado ni hacia el otro.
En ese vínculo se suceden muchos acontecimientos y se generan sentimientos intensos, generalmente contradictorios, que también repercuten en las hasta entonces pacíficas relaciones de ambos: hay un primer contacto sexual irreflexivo, alguna reacción que busca humillar, distanciamientos, reencuentros. Si se tratara de otros personajes, se entregarían rápidamente a una pasión de libreto; Marion y Moreau, en cambio, lo hacen hasta donde se lo permiten sus propias prisiones y, en consecuencia, seguir su historia se vuelve más interesante y menos dependiente de cualquier expectativa baladí de «happy end».
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