Más cerca de la comedia televisiva que del film francés que la hizo famosa, los enredos de
la nueva versión de «La jaula de las locas» no siempre fluyen como debieran, pero divierten,
sobre todo, por la labor de sus protagonistas.
«La jaula de las locas» de J. Poiret. Int.: M.A. Rodríguez, R. Carnaghi, M. Alarcón, A. Martín y otros. Esc. y Vest.: J. Ferrari. Luces: G. Córdova. Dir. actores: C. Olivieri. Dir. Gral: R. Pashkus ( Metropolitan 1.)
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Nadie espere que esta tercera versión de «La jaula de las locas» que se realiza en Buenos Aires tenga el encanto y la ternura del film francés que la hizo famosa. Aquí las reglas son otras y responden a un formato de comedia televisiva, donde lo más llamativo es la caracterización de sus figuras protagónicas. Miguel Angel Rodríguez (Renato) y Roberto Carnaghi (Albin) no tienen ninguna dificultad en ganarse el favor del público apenas entran en escena, y ambos explotan a lo largo de toda la obra un amplio surtido de tics, gestos pomposos y voces afeminadas que ya forman parte del folklore gay. Esto les permite volver más risibles a sus criaturas. Aún así, no consiguen dar la imagen de una pareja consolidada. Tal vez los inhiba tanto compromiso físico (no por nada, para el rol de Albin, primero se había contratado a Fernando Peña, un especialista en tipología homosexual).
Los enredos comienzan con la visita de Lorenzo, el hijo de Renato, que está a punto de casarse y quiere que sus suegros -ambos ligados a la derecha católica-conozcan a su extravagante padre, quien regentea un cabaret de travestis.
El primer acto resulta muy entretenido, particularmente en la escena en la que Renato intenta masculinizar a su pareja sin ningún resultado. El segundo acto tiene su punto cumbre en la cena familiar. Es cuando Albin se hace pasar por la madre de Lorenzo y, al no poder controlar sus nervios, termina diciendo barbaridades a sus futuros consuegros. Todo se va complicando con la presencia inoportuna de la madre biológica de Lorenzo y la irrupción de la alocada troupe del cabaret.
Pero la cadena de enredos no fluye con el dinamismo que debiera, más aún tratándose de un vodevil. Por momentos, la acción se estanca y casi de repente -ya cerca del final-parece lanzarse a toda velocidad. Esto hace que la resolución de algunos conflictos resulte algo desprolija, como lo es el inesperado cambio de actitud de los consuegros de Renato.
Rodríguez se conduce con sobriedad y aplomo en su rol y ése es su mayor mérito. En cuanto a Carnaghi, no es que se haga querer entrañablemente, como sucedía con el magistral Michel Serrault en el film francés, pero arranca carcajadas con las ridiculeces de su personaje, una vieja travesti que defiende a capa y espada su lugar de diva, sus modales de señora y su instinto maternal (está impagable cuando le cuestiona a su hijastro: «Ah, te vas a casar... y con una mujer ¿Y de qué van a hablar?»).
La mansión que se reproduce en escena es muy colorida y acorde a las inclinaciones eróticas de sus dueños. En el segundo acto, ésta sufre una graciosa transformación. El vestuario, en cambio, subraya todo el tiempo el perfil estrafalario de estas criaturas, especialmente en el caso de Carnaghi.
Son dignos de destacarse los trabajos de Mario Alarcón; Jorge Priano («Los productores») y Guillermo Gramuglia (el sensual mucamo travesti). Al resto del elenco se lo ve algo inseguro y como a la espera de alguna marcación actoral. Tal vez se requieran más funciones para afiatar esta puesta que no tiene otro propósito que divertir a través de estereotipos más bien inocentes. El público sale de la función muy sonriente e incluso algunos se sacan fotos junto a la marquesina del teatro.
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