30 de noviembre 2007 - 00:00

"Me gusta el teatro porque es satisfacción inmediata"

Mel Brooks: «Jamás hay que poner dinero propio en el teatro.Uno nunca sabe lo que puede llegar a pasar».
Mel Brooks: «Jamás hay que poner dinero propio en el teatro. Uno nunca sabe lo que puede llegar a pasar».
Nueva York - Tras el éxito de «Los productores», que ganó 12 premios Tony y se mantuvo en cartel durante seis años, Mel Brooks (Nueva York, 1926), acaba de estrenar en Broadway «El joven Frankenstein», en una versión adaptada de su película de 1974 protagonizada por Gene Wilder. Lo que hace que este Frankenstein sea aún más difícil es que se trata del primer proyecto del escritor, dramaturgo, realizador y comediante desde que murió su esposa, Anne Bancroft, en 2005, un asunto del que todavía le cuesta mucho hablar.

Periodista: Aunque esté resfriado, tiene un aspecto magnífico...

Mel Brooks: Bueno, siempre fui buen mozo. Por cierto, ¿de qué se va a tratar esto, del espectáculo o de Mel Brooks?

P.: De los dos. No existe el uno sin el otro. ¿Qué siente al volver a Broadway por segunda vez, cuando la primera terminó siendo un éxito descomunal?

M.B.: Esta es la quinta vez.

Empecé en Broadway hace ya mucho tiempo, en 1952, con la obra «New Faces» de Leonard Sillman, que protagonizaron Paul Lynde, Carol Lawrence y Eartha Kitt. Yo escribí una de las primeras versiones. Fue todo un éxito.

Luego trabajé en un espectáculo con Eartha Kitt, aunque ése no tuvo éxito; e hice otro, «Nowhere to Go But Up», que estaba bien pero que tampoco duró mucho en cartel. El primer exitazo que tuve de verdad fue «Los productores», y eso que no me lo esperaba.

P.: ¿No tiene la sensación de que los críticos están en estos momentos afilando los cuchillos?

M.B.: Por supuesto, y hasta yo mismo podría escribir ya algunas de las críticas que seguramente se publicarán. Es lo que tiene este negocio. Aprendí mucho de los críticos cuando hacía películas. La primera que escribí y dirigí fue justamente «Los productores» («Con un fracaso, millonarios»), con Zero Mostel y Gene Wilder. «The New York Times» dijo que era humor negro de adolescentes y que el protagonista estaba demasiado gordo. La siguiente crítica que hicieron fue la de «Las doce sillas» y en el diario escribieron: «¿Qué fue de aquel genio que nos regaló 'Los productores'?». Para entonces, había ganado un Oscar por el guión del film.

Siempre he tenido buenas críticas en «The New York Times», sólo que con una película de retraso.

P.: ¿Lo reconocen por la calle?

M.B.: En todo momento, es un agobio. Me encuentro con gente que me pregunta: «¿No me recuerdas?». Yo los miro y les pregunto: «¿Y de dónde lo conozco?». «Coincidí contigo en la clase de segundo grado de la escuela». «¡Ah, claro -respondo-, pero entonces era usted mucho más petiso!». Todo el mundo conoce a alguien famoso, pero a los famosos nos resulta difícil acordarnos de todo el mundo.

P.: ¿Se asustó con 'Frankenstein' de niño?

M.B.: Mucho. Creo que la hice en forma de comedia como un exorcismo, para librarme de ella, porque no quería seguir obsesionado con que Frankenstein subiera por la escalera de incendios de mi casa y se metiera en mi dormitorio. Vivíamos en Brooklyn y mi madre me decía: «Este es un edificio con muchos pisos. ¿Por qué se va a meter en el nuestro? Estamos en el último piso, no tiene ninguna necesidad de subir hasta aquí, ¡puede asustar a cualquiera del primer piso!».

P.: ¿Cómo fue su infancia?

M.B.:
Mi padre murió cuando yo apenas había cumplido 2 años. Tenía tres hermanos, mayores que yo, Irving, de doce; Lenny, de ocho, y Bernie, de seis. Sin padre, no había dinero. Mi tía Sadie nos daba algo para que pudiéramos ir tirando y mi abuela, que vivía en la puerta de al lado, nos hacía la comida y nos ayudaba. El caso es que mi madre tuvo que sacar ella sola a cuatro chicos adelante.

P.: ¿Qué musicales le gustaban de chico?

M.B.: Me quedé prendado del primero que vi en mi vida, que fue «Anything Goes», de Cole Porter, con todas aquellas canciones magníficas, una detrás de otra, «You're the Top», «All Through the Night...». Tenía 11 años y el que me llevó a verlo fue mi tío Joe, que era taxista. A cambio de las diligencias que les hacía gratis a los porteros de los teatros, éstos le regalaban entradas. Los intérpretes eran William Gaxton y Ethel Merman. Yo estaba sentado en la última fila del gallinero y, aún así, se oía perfectamente, y eso que por aquel entonces no había micrófonos.

  • Smoking

    P.: O sea, que fueron los cantos de sirena de Merman los que decidieron la carrera que iba a seguir usted en el futuro.

    M.B.: Me metí en esto del teatro porque vi que los hombres vestían smoking. A mí, que era un niño pequeño, aquello me tenía deslumbrado. En los años treinta y a principios de los cuarenta, para ir al teatro todo el mundo se vestía de forma elegante, de etiqueta. En los cincuenta, los hombres empezaron a venir simplemente de traje y ahora lo hacen con jeans y mochilas. En cualquier caso, lo que a mí me encantaba del teatro es que todo fuera tan deslumbrante, como cualquiera de esas noches en las que corre el champagne.

    P.: ¿Cómo sabe que algo va a resultar gracioso?

    M.B.: Todo el mundo tiene sus teorías. En general, la mayoría de los autores dirán que toda comedia es sorpresa, sorprender al espectador con la guardia baja, que es la razón por la que las comedias salen tan histéricas. No es que no tengan razón, pero eso no es todo. Algunas de las carcajadas más sonoras se deben al reconocimiento y la anticipación de unas situaciones y, cuando se consigue transmitir eso, estamos ante una gloria de comedia.

  • Método

    P.: ¿Es verdad que cuando colaboraba con guionistas de televisión, o con Carl Reiner, no incluían en el espectáculo ningún remate si la taquígrafa a la que le dictaban no se revolcaba de risa?

    M.B.: Vamos a ver, Carl y yo escribimos «El hombre de 2000 años». Carl me hacía preguntas absurdas: «¡Caballero, me resulta difícil creer que tenga usted 2000 años! ¿Tiene algún documento que lo demuestre?», y yo le respondía: «Mi certificado de nacimiento. Está en el Reino de Oz, es una lápida enorme, no puedo llevarla por ahí, es una piedra pulida». La gracia de aquello estaba en que prácticamente todo era improvisado. Yo no sabía nunca lo que Carl me iba a preguntar. En este musical, si Tom Meehan [coautor de la obra con Brooks] y yo no nos partíamos de risa, el remate no aparecía en el espectáculo. Sólo lo incluíamos si nos moríamos de risa.

    P.: Hay cierto revuelo por el precio de las entradas en Braoadway, 450 dólares. ¿Qué opina al respecto?

    M.B.: No hay más que 35 ó 40 entradas, como mucho, que cuesten eso. Hay otras 1.830 que se venden a un precio normal. Según mi productor, las entradas de 450 dólares no son nada más que para hacerles el caldo gordo a los revendedores. Todo eso, al final, va a favorecer a los inversores. Como dije en «Los productores», no hay que poner nunca dinero propio en el espectáculo porque nunca se sabe lo que puede ocurrir.

    P.: ¿Entonces usted no puso nada en «El joven Frankenstein»?

    M.B.: Nada, ni un céntimo.

    P.: ¿A qué viene eso de que al final del espectáculo se oiga una frase en la que se invita a los espectadores a volver al teatro para la versión musical de la película «Locura en el Oeste?

    M.B.: No es más que un chiste.

    P.: A usted le encantan los espectáculos de Broadway...

    M.B.: Lo mejor que tiene Broadway es que nos devuelve aquello por lo que nos metemos todos en el mundo del espectáculo: la gratificación inmediata. En cambio, haces una película y tienes que esperar 18 meses hasta que se ría alguien. Cuando escribí «Your Show of Shows», las risas fueron instantáneas porque lo hacíamos en directo; luego lo grabaron y le añadieron más risas. Broadway es el único lugar del mundo donde sientes que el corazón sale volando de satisfacción. Esa es la razón por la que me metí en esto, por el cariño que te demuestran.
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