15 de abril 2004 - 00:00
"Roma"
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«Roma», la madre eterna, es un largo viaje de la noche hacia la noche, de un presente vacío hacia un pasado que se ha vuelto insoportablemente acusador, y cuya reparación es imposible, o sólo simbólica. Menos sentenciosa y más cálida que «Lugares comunes», la película es fuertemente autobiográfica. El alter ego del cineasta es el escritor Joaquín Góñez que compone José Sacristán, un argentino radicado en España desde 1967 (año en el que también se marchó él). Góñez, malhumorado y testarudo, escribe sus memorias, que recoge al dictado su repentino discípulo, el aspirante a periodista Manuel Cueto (Juan Diego Botto, quien también le dará cuerpo al Góñez joven en una de las muchas miradas retrospectivas). La primera advertencia: «Nunca te hagas crítico, porque te ganarás mi desprecio» dice el autor con esa misma actitud de los políticos ante la prensa.
Otra muchacha de ese pasado, en un cine arte de los '60, cita a John Ford (mientras Aristarain lo hace, literalmente, con el clip más sentimental de «Viñas de ira») a la manera de ars poetica: «Me llamo John Ford. Filmo westerns» dijo una vez, como recuerda esa muchacha, quien apenas rodó once de ellos en el conjunto de una obra mucho más vasta. Sabemos, hace tiempo, que Aristarain ya no filmará policiales. El western fue elogiado por Borges (otro sentimental, muy a su pesar) porque sus protagonistas no se compadecían de su propia muerte. No se compadecían de nada, en realidad. Pero es inevitable la autocompasión cuando, como también lo afirma Góñez, se revuelve de esa manera tanto pasado, tantos fantasmas que el río no admite aunque se intente ahogarlos allí.
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