12 de septiembre 2001 - 00:00

Sigue vigente audaz obra de De la Vega

Obra de Jorge de la Vega.
Obra de Jorge de la Vega.
(11/09/2001) Los visitantes mirarán mis cuadros, porque tratan de colocar al espectador en mi situación de desconcierto frente a la realidad y a mi propia lucha con la pintura. Quiero que mi pintura sea natural, sin limitaciones ni fórmulas, improvisada como es la vida que crece por lados que yo no quiero y hace lo que le da la gana, y otras veces es dócil. Quiero que mi obra choque con el espectador con la misma intensidad con que chocan todas sus partes entre sí, por pequeñas que sean. Una ficha de nácar sobre una mancha. Una quimera de humo. Seres midiéndose con el vacío y un espejo para que se miren." Así hablaba, en 1963, Jorge de la Vega, de cuya muerte acaban de cumplirse treinta años.

Pocas veces podrá hallarse una mejor definición hecha por un artista acerca de su producción, como la que él dio entonces. Porque esos conceptos de desconcierto, lucha, negación de limitaciones y fórmulas, improvisación, choque interno y externo de la obra no sólo resumen su poética, sino además su actitud humana, su vida, que era para él lugar de encuentro, contienda y reconciliación.

De la Vega nació en Buenos Aires, el 27 de marzo de 1930, y murió repentinamente el 26 de agosto de 1971, en la misma ciudad. Expone su primera muestra individual en 1951, y la última en 1970; entre ambas, se cuentan diez muestras más, una de las cuales tuvo lugar en Washington y otras dos en Montevideo y en Punta del Este. Pero su producción más valiosa fue la realizada durante la década final de su vida, en curioso paralelismo con Van Gogh, ancestro suyo por tantas y tan ardientes razones. Las obras de entonces bastaron para hacer de él uno de los creadores más originales y destacados del arte argentino contemporáneo.

Salvo un inicial momento figurativo (1948-53), se distinguen tres etapas en la obra de Jorge de la Vega. La primera, entre 1954 y 1960, corresponde a la geometría sensible, aunque sus telas suelen verse enriquecidas con matizados y texturas que les confieren una indiscutible pulsión lírica: este predominio de lo sensible será una constante en toda su labor. La segunda etapa es la neofigurativa, compartida en 1961-65 con Ernesto Deira (1928-86), Rómulo Macció (1931) y Luis Felipe Noé (1933). Asociados en grupo, los cuatro artistas presentaron diez exposiciones (una en 1961, tres en 1962, tres en 1963 y tres en 1965), antes de separarse para seguir por caminos particulares. Ninguna historia del arte argentino podrá ignorar la decisiva influencia, aquí y en el resto de la América latina, del grupo de la Nueva Figuración.

De la Vega reside en los Estados Unidos, entre Ithaca, sede de la Universidad de Cornell, y Nueva York, durante casi dos años, en 1965-67, y es allí donde comienza la tercera fase de su pintura, a la cual une exitosas incursiones, como poeta e intérprete, de la canción popular de crítica, ya de retorno en Buenos Aires (su primer y único disco, con diez temas, aparece en 1968: «El gusanito en persona»).

El período 1961-70 no se entenderá cabalmente si no se toman en cuenta, además del tiempo histórico y el estético, las claves de su personalidad: el ansia abrumadora de vivir, su hondo sentido del humor, que a menudo lo llevaba a la ironía y al sarcasmo; el rechazo de las convenciones, tanto sociales como artísticas; una ingenuidad básica, que era el elemento de oposición al lugar común; y el hecho de ser autodidacto, que deparaba a sus creaciones la sensación de un aprendizaje permanente, un virtuosismo inexorable, que él se esmeraba en mantener a raya. Si fuera preciso compendiar sus obras en una síntesis, habrá que admitir que
De la Vega elaboró una particular ontogonía, un relato sobre la formación de los seres humanos (y aun sobre la deformación), desarrollado desde una perspectiva terrena y en el marco de las convulsiones políticas y sociales de la Argentina y el mundo de su época. La suya es, por lo tanto, una visión del hombre en un tiempo y un espacio, de cómo llegó a serlo -si acaso llegó- y de cómo es -si lo es-.

Para establecerla, con burlesca y dramática entonación, pero siempre con esperanzada fe en el destino humano,
De la Vega procedió en términos similares a los del poeta, escritor, filósofo y humorista argentino menos engolado de que se tenga memoria, Macedonio Fernández, quien había sostenido, hacia 1928: «El sentir y el imaginar es lo único existente». Ese estado perpetuo del sentir y el imaginar preside, remata y afianza las creaciones de Jorge de la Vega.

Psicodélico

Los «Monstruos» y «Conflictos anamórficos», de 1963-66, las pinturas psicodélicas y las telas en blanco y negro (que incluyen su serie del «Rompecabezas»), de 1967-70, dan testimonio de un mundo amenazador y amenazado, de una sociedad víctima y victimaria, de espantos que han sido y serán, de la masificación y la falta de solidaridad. Pero De la Vega no amonesta, no sanciona: anticipa calamidades y señala absurdos, muestra ridiculeces y examina falsas verdades. Sin embargo, hay siempre en él una confianza inextinguible de la utopía humana.

«Urano en casa 4» pertenece a la etapa neofigurativa de Jorge de la Vega y se cuenta en la serie de los «Monstruos». En esta obra se advierten los resabios informalistas que contuvo, en su origen -aunque también después-, la Nueva Figuración. De la Vega se volcó entonces al collage, que empezó por valerse de telas arrugadas y pegadas sobre el lienzo-soporte, hasta constituir imágenes surreales con la ayuda del color, distribuido por goteado y chorreado. Sus obras adquieren así una tridimensionalidad matérica, que De la Vega robusteció luego con un segundo nivel de collage, realizado con objetos cotidianos: espejitos, fichas, botones, naipes, trozos de vidrio y de madera, juguetes de plástico.

En esta etapa inicial de su ontogonía, todo se está haciendo o termina de hacerse o comienza a hacerse. La creación del pintor es la creación del ser.

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