«La muerte de un viajante» de A. Miller. Dir.: R. Szuchmacher. Int.: A. Alcón, D. Peretti, M. Onetto, L. Cáceres y elenco. Esc. y Vest.: J. Ferrari. Ilum.: G. Córdoba. (Sala Pablo Picasso. Paseo La Plaza.)
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"La tragedia de Willy Loman está en que dio su vida, o la vendió, para descubrir que la había desperdiciado". Esta elocuente síntesis, formulada por el propio autor (e incluida en el programa de mano), da la clave de la actualidad de esta obra que tradicionalmente ha sido publicitada como una mordaz crítica al capitalismo norteamericano. Lo es: basta con recordar las reiteradas alusiones a la publicidad, las compras a crédito, el consumo de electrodomésticos, la fascinación por los productos de alta tecnología y el agobio que supone tener un auto en buenas condiciones cuando no se llega a fin de mes.
El protagonista es una víctima más del sistema. Luego de trabajar 34 años para la misma empresa termina siendo descartado como «una cáscara de fruta». Pero, dentro de la obra, el personaje adquiere una perspectiva más amplia, desde la que es posible observar sus sueños e ideales, su fracaso como padre, su relación con el dinero, la confusa educación que brinda a sus hijos y el involuntario maltrato que le dispensa a su mujer. A Willy se lo ve vivir en escena y esto hace que uno se irrite, lo compadezca y hasta sienta afecto por él, sin dejar de observar, casi con frialdad, cómo este circuito de vida se va cerrando irremediablemente con una precisión de relojería.
El mérito no es sólo de Alfredo Alcón, que enriquece al personaje con gran fuerza emocional, sino del rico entramado de vínculos que el director Rubén Szuchmacher ha contribuido a realzar a través de una concienzuda dirección de actores a la que no se le escapa detalle. La tersura con que se desliza cada escena (entre el presente y el pasado, la realidad y la ilusión), el desborde emocional de las discusiones familiares, los implacables diálogos, la nítida presencia de cada personaje y su efecto en los demás (hijos, vecinos, patrones, fantasmas familiares que acosan la mente del protagonista), son el resultado de una puesta que ratifica la vigencia del clásico de Arthur Miller.
La pieza cuenta con una estructura sólida, construída sobre la base de numerosos flashbacks. Aun así sorprende que, siendo una obra ligada a la realidad de su época (1949) siga teniendo vigencia. La respuesta también la da Miller: «Como muchos mitos y dramas clásicos, es una historia sobre la violenciaen el seno de las familias». En ese rasgo reside su grandeza.
María Onetto es toda una revelación como Linda, la sufrida esposa de Willy. La actriz logra una labor intensa y, teniendo en cuenta su magnífica trayectoria dentro del circuito off («La escala humana», «Nunca estuviste tan adorable»), seguramente no iba a desentonar con Alcón. Juntos componen un matrimonio creíble.
Diego Peretti (Biff) y Luciano Cáceres (Hap) dan vida a un interesante dúo de hermanos. El mayor es el preferido, al segundo nadie lo mira; uno intenta despegarse del delirio paterno para asumir su propio destino, mientras que el otro prefiere seguir sosteniendo la ceguera familiar. Peretti le pone energía a su personaje, pero todavía le falta quebrarse en el final. Cáceres, en cambio, se mueve con gran soltura en su papel de «ganador». No hay personajes menores en esta puesta, pero aun así cabe destacar el desempeño de Roberto Castro (Charley), Javier Lorenzo ( Bernard) y Carlos Bermejo (el hermano millonario de Willy).
Entre los rubros técnicos resulta muy llamativa la escenografía de Jorge Ferrari. Al principio parece funcionar como una instalación plástica, pero a medida que avanza la obra va revelando su profundo sentido dramático.
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