El modelo funciona como un dispositivo de psicología social, proyecta un horizonte de prosperidad ficticia para contener el malestar real. Las cifras son su forma de anestesia.
Argentina, sucursal financiera: bienvenidos al modelo de Javier Milei y Luis Caputo
El Gobierno proyecta prosperidad mientras la ciudadanía sobrevive. La economía se convirtió en narrativa: los números producen credibilidad, no riqueza.
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El presidente Javier Milei, junto al ministro de Economía, Luis Caputo.
Mientras el pueblo paga tarifas más altas y salarios más bajos, el Gobierno difunde su historia heroica de “transición hacia el orden”. El relato para 2026 cumple la misma función que la convertibilidad en los 90, producir sensación de estabilidad sin resolver la inestabilidad estructural.
El discurso técnico se convierte así en una herramienta de disciplinamiento. El ciudadano que protesta por su salario es acusado de “atentar contra las metas”. La pobreza se redefine como “costo transitorio de la corrección macroeconómica”.
El presupuesto actúa como manual moral; castiga el consumo, exalta el ahorro, canoniza la austeridad. En esta liturgia contable, la economía deja de ser un medio para la vida, la vida se adapta al Excel.
El espejo roto
El peligro de este régimen narrativo no es su falsedad, sino su eficacia. Durante un tiempo, funciona. Los bonos suben, el riesgo país baja, los titulares se alinean, las calificadoras sonríen. Hasta que la realidad -esa variable ingobernable- irrumpe con sus números toscos; el déficit reaparece, las reservas no crecen, la inflación no cede. Y entonces, el presupuesto se revela por lo que siempre fue; una pieza de ficción política.
Una novela financiera escrita para sostener la ilusión de que el país tiene futuro. Pero el verdadero problema es epistemológico; cuando la economía se vuelve narrativa, el error ya no se corrige, se reescribe. Cada fracaso genera un nuevo guion, cada crisis, una nueva historia. El ciclo se perpetúa; el país vive de versiones sucesivas de sí mismo.
Argentina no necesita economistas: necesita editores.
El Presupuesto 2026, en su pretensión de neutralidad técnica, encarna el grado máximo de sofisticación del modelo Milei-Caputo, una política que no busca resultados, sino credibilidad; una economía que no produce riqueza, sino relato; un Estado que no promete bienestar, sino narrativa.
En el fondo, no se trata de un error de proyección, sino de una estrategia de poder, mantener la esperanza de que el Excel se cumpla, aunque la vida diga lo contrario.
Porque en la Argentina contemporánea, la prosperidad no se planifica; se ficcionaliza.
La economía como simulacro narrativo
La Argentina del mileísmo no es un país, es un argumento.
No una economía, sino una narrativa de solvencia en tiempo real. Todo en ella parece diseñado para la mirada de los mercados, no para la vida de los ciudadanos. Sus ministros hablan como traders; sus traders, como predicadores; sus analistas, como guionistas de un drama que se repite con la exactitud de un algoritmo. El gobierno actual no administra recursos, administra ficciones.
Durante siglos, la economía fue la ciencia de la producción y la distribución; hoy es la gramática del relato financiero. Ya no se trata de producir riqueza, sino de producir credibilidad. Las cifras no describen, performan. Los números se pronuncian para que los bonos reaccionen, no para que la sociedad entienda. El presupuesto, la balanza de pagos y el tipo de cambio se transformaron en capítulos de una misma novela especulativa, la del país que siempre está por despegar.
Como advirtió Arjun Appadurai, el capitalismo tardío se sostiene sobre ficciones de futuro, economías que viven de imaginarse a sí mismas más estables de lo que son.
Argentina ha llevado ese principio al paroxismo, su estabilidad es un acto de imaginación colectiva. Los funcionarios proyectan, los mercados repiten, los medios amplifican y la sociedad -agotada, incrédula- asiente, porque toda desconfianza tiene costo de oportunidad. El resultado es una nueva forma de dominación, no se impone con fuerza ni con censura, sino con un lenguaje que suena a verdad.
La mentira ya no necesita esconderse, basta con pronunciarla en inglés técnico. El ajuste deja de doler cuando se llama “consolidación fiscal”. La pobreza no indigna cuando se define como “efecto base”. La recesión se disfraza de “desaceleración controlada”, y el endeudamiento, de “apalancamiento virtuoso”. La política económica argentina se ha convertido en un sistema de traducción moral, donde el sufrimiento se reescribe en tono de Excel.
El verdadero superávit del gobierno no es fiscal: es semántico. Ha logrado transformar la catástrofe en normalidad, la exclusión en costo, la dependencia en estrategia. Cada palabra está calibrada para anular la resistencia. Y cada indicador, cuidadosamente seleccionado para confirmar la ilusión de progreso.
Mientras tanto, el pueblo -ese actor olvidado del drama macroeconómico sobrevive en un país que cotiza mejor de lo que vive. Compra alimentos en cuotas, mide su bienestar en dólares y mira los noticieros como si fueran informes de una empresa que no lo emplea. Su vida no figura en los cuadros sinópticos del Tesoro, pero sostiene con su miseria la rentabilidad del relato.
La economía argentina actual es el experimento más sofisticado de financierización del lenguaje de la región. No hay error, hay método. No hay desorden, hay una lógica precisa, que podríamos resumir así: crear ilusión de estabilidad, atraer flujos, financiar déficit, mantener relato, repetir.
El simulacro funciona porque produce beneficios reales para quienes lo controlan.
Los fondos arbitran, los exportadores facturan, los bancos intermedian y los gobiernos de turno celebran que “el mercado confía”. La confianza, en este contexto, no es un valor: es un producto. Y como todo producto financiero, tiene vencimiento.
El mileísmo logró una proeza conceptual: reemplazar la política económica por una narrativa de expectativas. Argentina ya no busca estabilidad, busca que la crean estable. No intenta acumular reservas, intenta acumular fe. No exporta bienes, exporta relato.
Y mientras tanto, la ciudadanía, que no participa del circuito de la fe financiera, queda atrapada en una pobreza que se explica con PowerPoint y se sufre con inflación.
En este laboratorio de ficción monetaria, el lenguaje cumple la función del dinero, garantiza confianza sin valor intrínseco. Y como el dinero, su poder se derrumba cuando la fe se agota. Porque toda economía narrativa vive de la credulidad, y toda credulidad tiene un punto de ruptura.
Ese punto se acerca. No lo marcará una corrida cambiaria ni un default explícito, sino algo más profundo; el agotamiento simbólico del relato. El día que la sociedad deje de creer en las palabras -cuando “superávit”, “anclaje”, “flujo”, “normalización” ya no signifiquen nada-, el modelo caerá, como caen las ficciones cuando se apaga la pantalla. La historia económica argentina está llena de fracasos contables, pero pocas veces tuvo un fracaso tan inteligentemente contado. Este ciclo pasará a la historia no por sus resultados, sino por su estilo, la era en que la macroeconomía se volvió literatura y el ajuste, gramática.
El experimento Milei-Caputo será recordado como la gran hazaña estética del neoliberalismo argentino, haber logrado que la ciudadanía confundiera austeridad con orden, endeudamiento con solvencia, y silencio con madurez. Fue -y sigue siendo- un espectáculo de prestidigitación semántica a escala nacional. La Argentina “que volvió al mundo” es, en realidad, una Argentina que volvió a su reflejo, convencida de que el espejo es el horizonte.
El cierre no requiere dramatismo, la verdad está a la vista. La economía no colapsará en un estallido, sino en un bostezo. Y cuando la euforia termine, no quedará un país devastado, sino uno exhausto, poblado por ciudadanos que ya no creen ni en la mentira ni en la verdad, sino en el precio del dólar del día. Porque en el fondo, ese fue siempre el objetivo, no gobernar un país, sino administrar la creencia.
Profesor de MBA y de Finanzas en tiempos irracionales. YouTube: @DrPabloTigani, en X: @pablotigani
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