Cuando desde el núcleo del poder se difunde y se promueve la cultura del resentimiento, de la crítica malsana y del agravio desmedido, imprudente y dañino, el resultado no es sólo una sociedad dividida, que pierde su tiempo y su energía en el reproche recíproco de sus sectores, sino también una comunidad apática1 y desinteresada en participar de sus derechos más básicos y fundamentales como ciudadanos de un país democrático.
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Así quedó manifestado con el bajo nivel de participación en las recientes elecciones internas abiertas y simultáneas: 3% de los electores habilitados es más que un llamado de atención.
Es cierto que fueron varios los factores que incidieron en que esto sucediera. Basta con mencionar que entre las quince provincias que eligieron candidatos, la provincia de Buenos Aires estaba entre las nueve donde ni siquiera hubo la posibilidad de elegir. Los últimos días pudimos leer en los medios diversos análisis de ésta y otras «circunstancias» que llevaron a tal fiasco electoral, pero llegó la hora de enfrentarnos con el problema de fondo. La crisis de nuestra democracia es un círculo vicioso cada vez más difícil de quebrar. En las instituciones públicas abunda gente de ambiciones desmedidas y escasa preparación; las organizaciones ajenas al sistema (ONG) dicen trabajar por la transparencia de las instituciones y terminan siendo sospechadas de los mismos vicios que intentan curar; los partidos políticos basan sus plataformas en la crítica y la destrucción sin contenido en lugar de oponer al vacío ideas creativas y concretas, y el ciudadano elige la indiferencia, creyendo que el único camino posible para enfrentar la crisis institucional es no participar.
La democracia es un sistema que, al cimentarse en el Estado de Derecho, da origen de este modo a la práctica de la libertad, igualdad y justicia al sujetar a los hombres a leyes que obligan a todos. Pero la democracia no sólo exige obligaciones; también otorga derechos, entre ellos el de participar y elegir el gobierno que nos represente.
Las últimas encuestas de las consultoras más importantes del país arrojan resultados que revelan el profundo desinterés y apatía de los ciudadanos por el ejercicio de la política. Según Ipsos-Mora y Araujo, 65% de los jóvenes de entre 18 y 29 años no simpatiza ni simpatizará con ningún partido político, y 60% asegura que no desea acercarse a ninguna organización política ni solidaria. Pero no son sólo los jóvenes los que demuestran desinterés participativo; es la sociedad actual en su conjunto la que comparte, por diferentes circunstancias, el rechazo y el desinterés por la actividad política.
• Perfectible
«La tragedia de las democracias modernas consiste en que ellas mismas no han logrado aún realizar la democracia», afirmó Jacques Maritain hace más de medio siglo.
Este sigue siendo el caso, pero es preciso reconocer que una de las principales virtudes de este mecanismo de gobierno es la de ser perfectible. La democracia no puede evolucionar sin un mayor grado de participación en un clima de libertad y de respeto mutuo, que son sus pilares fundamentales. Para que la democracia crezca, necesitamos trabajar sin descanso en fortalecer las instituciones democráticas.
Consolidar la democracia es un proceso, no un acto aislado. Los políticos debemos trabajar en las cuestiones que verdaderamente preocupan a la gente quedando a la vez sujetos al efectivo control ciudadano cuando no cumplimos. Nuestro desafío implica generar un espacio para un debate político sólido, fuerte y pacífico; donde toda la sociedad participe plenamente en la profundización de la democracia.
La política debe volver a seducir al ciudadano, a enamorar al pueblo a partir de un discurso de honestidad intelectual y moral. En las naciones donde el honor carece de sentido y los valores no se profesan, se llega a la pobre idea de que los únicos deberes del ciudadano son tributarios.
Pero la democracia bien entendida empieza por casa. Y así como la participación activa del ciudadano es parte fundamental de la transformación, la señal y el liderazgo para el cambio deben venir de los políticos que están al frente del Estado.
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