5 de noviembre 2019 - 00:00

Alternancia política

Una de las imágenes más alentadoras que nos deja la última elección presidencial argentina es la captada en el despacho presidencial de la Casa Rosada, con Mauricio Macri y Alberto Fernández estrechándose la mano. El mandatario en ejercicio hasta el 10 de diciembre y su sucesor, que resultó electo el 27 de octubre en una votación ejemplar, acompañaron ese gesto atávico que simboliza desde siempre cordialidad, mutua confianza, acercamiento, empatía, si se quiere también.

Pero más allá del ejemplo de indispensable convivencia democrática que esa imagen transmitió a una sociedad cíclicamente atravesada por antagonismos más o menos exacerbados, podemos avizorar, vislumbrar y por qué no entusiasmarnos con la idea de un cambio en nuestra tradición democrática demasiado dada a las hegemonías y tender entonces hacia una alternancia de identidades políticas diferentes en el gobierno de la República Argentina.

El resultado de las elecciones (si bien aún falta el resultado del escrutinio definitivo) a priori parece abonar esta posibilidad. Una definición presidencial en la que parece consolidarse cierta paridad de fuerzas o al menos la no prevalencia absoluta de una sobre otra abre un escenario donde puede darse una fluctuación del poder hacia una y otra tendencia política en base a la decisión de los ciudadanos.

La experiencia nos demuestra que en todo el mundo las democracias más exitosas se consolidaron en base a una posibilidad cierta de alternancia de visiones políticas en el ejercicio del poder delegado por los ciudadanos a sus representantes.

Más allá de impedir la consolidación de hegemonías que más tarde o más temprano resienten la calidad democrática, esta dinámica de gobierno naturalmente induciría a nuestros dirigentes (digo “nuestros” en un sentido genérico que incluye a toda nuestra clase política y no en términos partidarios, claro) a asumir una posición de respeto, de colaboración y mayor responsabilidad en el ejercicio de su rol opositor, cuando así les tocase desempeñarse.

Cada dirigente sería consciente de que debe mostrarse proclive al diálogo y a la negociación con su adversario político en el Ejecutivo porque eventualmente él estará en aquel lugar y muy probablemente necesitará del aporte y del apoyo del arco opositor para sostener la gobernabilidad en determinadas coyunturas o para la adopción de medidas necesarias para su gestión más eficiente.

A grandes rasgos esto postula el que para mí es el más grande politólogo del Siglo XX, Giovanni Sartori, en su libro “Partido y sistemas de partidos”. Si bien en ese tratado queda en claro que cada país tiene su historia, su idiosincrasia y sus particularidades que se transmiten a sus democracias y a sus expresiones políticas, la alternancia se puede sistematizar o definir en dos grandes ramas: el bipartidismo y el pluralismo moderado.

A cualquiera de estos modelos podría suscribirse la democracia argentina en ese futuro de alternancias que ojalá podamos consolidar. Experimentamos durante décadas el bipartidismo y ahora bien podría virarse a un pluralismo moderado también. Sea cual fuere esa definición, Mauricio Macri termina dejando la Presidencia con una fuerza de alcance nacional consolidada y de características pluripartidarias.

De hecho, quien esto escribe es referente de un partido arraigado en Corrientes, que se sumó con otras fuerzas locales a esa coalición nacional que hoy, tras cuatro años de ejercicio de gobierno y a pesar de no ganar la reciente elección, parece consolidada y con recursos para construir y ampliar su base política para presentarse nuevamente con innegables chances de victoria en las presidenciales de 2023.

También es saludable la perspectiva que ofrece este camino a la alternancia democrática el frente opositor que logró imponer a su candidato, Alberto Fernández, como futuro presidente. La decisión de su compañera de fórmula, la exmandataria Cristina Fernández, tomó por sorpresa al escenario político nacional, a propios y ajenos, a críticos e incondicionales: resignó una postulación a presidenta que prácticamente todos daban por segura.

Imagino que no fue una decisión fácil y es innegable que sus beneficios para la calidad democrática son muy importantes. Si la hegemonía es un riesgo a evitar, el personalismo es una desviación con efectos tan nocivos como aquella en una democracia sana e institucionalmente sólida.

Me gusta citar para explicar este escenario el caso de los Estados Unidos de Norteamérica. La Constitución de ese país no estipulaba nada sobre reelecciones. Su primer presidente, George Washington, gobernó un mandato y aceptó con muchas reticencias el segundo. Y se negó terminantemente al tercero por su convicción de que perpetuarse en el poder era un riesgo para la democracia y por ende para el país por el que había puesto en juego su vida para lograr su independencia.

Marcó así un estándar al que se ajustaron todos los presidentes del casi siglo y medio que lo sucedió. Franklin Roosevelt rompió en el siglo pasado esa norma no escrita: ganó cuatro elecciones presidenciales y murió en ejercicio de su cuarto mandato. Las instituciones estadounidenses lo toleraron: no era cualquier presidente, era el que dirigió el país en el mayor conflicto de la historia mundial. Pero también entendieron que podía darse la poco feliz situación de no tener un presidente con las luces de Roosevelt.

Demócratas y republicanos acordaron entonces la Enmienda 22 a su Constitución. Es así que hoy, dos personalidades que seguramente si se presentasen hoy como candidatos a presidente ganarían de modo contundente, no pueden hacerlo. Se trata de Barack Obama y Bill Clinton. Estados Unidos entendió que la construcción del destino de una Nación excedía a una persona.

(*) Néstor Braillard Poccard. Senador de la Nación. Partido Popular Eco (Corrientes)

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