25 de mayo 2020 - 00:00

La ¿falsa? dicotomía entre nacionalismo económico y deuda externa

El patriotismo y el nacionalismo contempla sacrificar los deseos individuales por la solidaridad y el bien del país. Pero ello no significa el tener que ceder la calidad de vida digna, en total salubridad. Un desafío sobre las prioridades en época de coronavirus.

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En el siglo XIX, algunos de los países que serían posteriormente potencias mundiales, como Estados Unidos o Alemania, intentaban imitar – y sobrepasar - el desarrollo industrial del Reino Unido. Estancarse en economías basadas en la producción agrícola no era la forma que habían visualizado para construir poder; por el contrario, el desarrollar una producción industrial propia serviría no solo para producir innovadores bienes de consumo que penetrarían en los distintos mercados del mundo y de este modo ayudarían al crecimiento económico nacional, sino también la posibilidad de generar una industria bélica que permitiría mantener territorios propios y avanzar sobre ajenos. Sin depender de terceros actores estatales.

Con matices propios del siglo XXI, la lógica no se ha modificado sustancialmente y ciertas políticas sustentadas en el nacionalismo económico no solo son un arma de aquellos Estados de peso en la arena internacional, sino que son parte de las principales cartas de política económica que tienen un sinfín de gobiernos alrededor del mundo. Con un discurso que defiende a las empresas locales y rechaza a los bienes importados. Pero también a los inmigrantes. Un ejemplo reciente es el caso de Bosnia-Herzegovina, quien en épocas de pandemia ha realizado un listado de 10.000 migrantes ilegales para su inmediata deportación. La situación económica es más que compleja para el país balcánico y al gobierno no le ha temblado el pulso: se exigirá a sus países de origen (son en su mayoría pakistaníes, afganos, marroquíes y argelinos) que paguen por el viaje de sus ciudadanos al destino final, la Unión Europea.

Por otro lado, en estos días pareciera que la mayoría de los países se han dado cuenta de posición de dependencia para con las cadenas de producción global, las cuales provienen principalmente desde China y otros países de Asia y Europa. ¿Quién produce los respiradores? ¿Desde dónde provienen los commodities para su producción? Preguntas que hasta hace unos meses no existían en el vocabulario de la ciudadanía, pero tampoco de muchos gobernantes alrededor del mundo. Pero la situación ha cambiado, y los políticos nacionalistas de países de relevancia ya elevaron la voz: sin tapujos sostienen que, mínimamente, en algunas áreas específicas como la industria farmacéutica, las comunicaciones, el equipamiento militar y otras áreas sensibles, la dependencia con el extranjero debería ser mínima o nula.

Por su parte, en los Estados Unidos, la extrema derecha sostiene que las severas restricciones para ejercer actividades económicas están perjudicando a los ciudadanos. Reflejadas como multitudes – maximizadas por los medios de comunicación que deben vender “sus productos”, más aún en época de escases de publicidad -, pero que en realidad suelen representar una proporción minoritaria de la población, nos han dejado algunas frases para el asombro: gritos a trabajadores de la salud, tales como “comunistas, váyanse a China”; hombres con gigantescas armas semiautomáticas marchando para “proteger su derecho a la libertad y a la protesta”, o enfáticos pedidos para despedir a los “mentirosos” expertos en epidemiología que atentan contra la economía.

Pero ello no solo ocurre en Norteamérica. En Europa, grupos extremistas vinculan el coronavirus con la tecnología inalámbrica 5G, lo que ha provocado ataques incendiarios contra mástiles de telecomunicaciones en el Reino Unido. Mientras que en el acomodado barrio Salamanca de Madrid, algunos cientos de huelguistas le recriminaban con palos de golf (si, leyó bien, palos de golf) el fin de la cuarentena a Pedro Sánchez para vislumbrar, una vez por todas, el ‘renacer económico’. En Francia, Le Pen y sus seguidores no solo pidieron el envío de poblaciones no blancas de regreso a sus países de origen, sino que fueron aún más allá: sostienen que las mezquitas habían “aprovechado las órdenes de confinamiento” para expandir su credo a través de la oración islámica.

Tampoco tenemos que ir tan lejos. La recientemente electa vicepresidenta de Uruguay, Beatriz Argimón, sostuvo que “Lacalle Pou nunca tomaría una medida contra el coronavirus que no tuviera en cuenta la libertad del individuo”. Y el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, asoció las restricciones a comercios y actividades adoptadas en los estados a una presunta motivación política para “quebrar la economía” y dañar su gobierno. “Es una guerra", sigue sosteniendo. El discurso beligerante es lógico para quien, acorralado por la desastrosa praxis política, se ha refugiado en su círculo rojo casi exclusivamente compuesto por el ala militar.

Más allá de alguna bravuconada de tinte racista o anti-científico, la palabra “libertad” revolotea en todas las latitudes. La pregunta que de ello deriva es: ¿libertad para qué? La respuesta es simple, para que la rueda siga funcionando, la economía no se detenga y el mercado vuelva a su habitual performance. Y la discursiva no se dirige precisamente hacia las Pymes, los profesionales o aquellos que viven en la informalidad; quienes tratan, dentro de sus capacidades, racionalizar un equilibrio entre su dañada economía y el cuidado de su salubridad. Son aquellas elites económicas que disfrazan, como “expresión de libertad”, su marcado egoísmo. No hablan de libertad, que implica el cuidado y el respeto por el prójimo, sino de libertinaje, que tal como lo indica el diccionario se refiere a “conducta desenfrenada asociada a los placeres y los caprichos”. No marchan por la reactivación de la economía para el país y el bienestar colectivo, sino por sus propios intereses. Simplemente porque no quieren perder dinero. Como si el resto de la población no tuviera también temor de no poder recuperarse nunca de este párate económico.

Uno de los ejemplos más claros es el caso de las maquilas mexicanas. Las alrededor de 6.000 fábricas que emplean a más de 1,3 millones de personas, operan en la frontera que limita con los Estados Unidos de Norteamérica sin pagar impuestos. Sin embargo, aunque la mayoría de lo que se produce allí no es material esencial (aunque algunas, como es el caso de Collins Aerospace que fabrica entre otras cosas GPS para aviones militares, lograron que la Secretaría de Comercio Estadounidense les extendiera un certificado de excepción porque algunos de esos equipos son utilizados en aviones sanitarios), su cierre implica un duro golpe para una buena parte de la industria en ambos lados de la frontera.

Por lo tanto, los operarios son permanentemente presionados para que sigan trabajando, a pesar del peligro de contagio del Coronavirus. El detalle interesante es que las maquiladoras se encuentran en territorio mexicano; por lo tanto, la decisión no la puede tomar unilateralmente el presidente pro-economía Donald Trump. Pero puede hacer lo mismo que sus industriales hacen con él: presionar. En este sentido, el embajador estadounidense en el Distrito Federal de México, Christopher Landau, sostuvo la semana pasada que era “posible y esencial” mantener la cadena de suministros y el flujo económico. Por supuesto, “así como cuidar la salud de los trabajadores”. Sin embargo, y mientras las maquiladoras intentan acomodar su infraestructura a la ‘nueva normalidad’, los accionistas dicen por lo bajo que es más barato pagar una multa por incumplimiento que perder contratos de millones de dólares.

Podríamos continuar con otros ejemplos de nacionalismo económico; pero ya reflexionando sobre nuestro país, debemos indefectiblemente posicionarnos en uno que sobresale del resto: cuando la dinámica aperturista del comercio y las finanzas globales tiene aristas de discusión teórica exógena a las políticas coyunturales argentinas, la discusión se acota en el pago (o no) de la deuda externa. En este sentido, nuestra historia nos indica que la lógica centro-periferia, con claros beneficios para la oligarquía agroexportadora (más algún efecto derrame para el resto de la sociedad), conllevó a un proceso de ingente endeudamiento. Debíamos financiar la compra de locomotoras, la infraestructura, el capital humano. Con intereses, a pagarle a quienes les exportábamos y se beneficiaban claramente con el intercambio de materias primas por sus productos industriales. Y más tarde para comprar insumos. O bienes de capital que no producíamos y eran necesarios para nuestro embrionario proceso de industrialización. Para luego devenir en su matiz financiero, el cual nos ha perseguido en el último medio siglo. En definitiva, un proceso de endeudamiento que, salvó en algunos contados períodos, no se detendría a lo largo de nuestra historia. Evidentemente, el vivir bajo un modelo de deuda permanente no sustentable no nos benefició. O en realidad, como siempre, benefició a unos pocos.

Sin embargo, al público en general se lo ‘vende’ como un tema relevante; pero no siempre con connotaciones negativas. Así está instalado en los medios de comunicación, muchos de ellos cómplices de las elites económicas (léase acreedores, el mundo de las finanzas en general, o empresarios que requieren de una estabilización macroeconómica para producir y encontrarse con un dinámico mercado de consumo), que citan a renombrados hombres de la ciencia economía y política para sustentar la importancia mayúscula de estar en ‘equilibrio externo’ y ‘honrar los compromisos asumidos’. No hay que dar muchas más explicaciones de un tema extremadamente complejo para las mayorías.

Tampoco se han expresado con la misma vehemencia que lo hicieron cuando se tomaron las deudas: desde omitir o escatimar información, hasta promover la necesidad del ‘mal necesario’ que implica el volver a un ‘inexorable’ proceso de endeudamiento derivado de la ‘estructural’ mala praxis de la política macroeconómica. Aunque ello se diluya en confusas explicaciones históricas, donde todos los que tuvieron responsabilidades tienen un doctorado en desarrollar culpabilidades cruzadas. Por supuesto, imposible de dilucidar para el ciudadano medio. Que además lo encuentra como algo alejado, con difusos vínculos con lo cotidiano. No como es, por ejemplo, el caso del inmigrante que ‘quita’ un empleo por rebajarse a trabajar por la mitad de un salario mínimo en el supermercado del barrio.

Ni siquiera sus nombres anglosajones, como BlackRock, Templeton o Fidelity, representa en las mentes de la mayoría de la población a ‘enemigos’ que solo vienen a hacer negocios y generar beneficios realmente extraordinarios – lógicamente, para ello fueron creados -, a costa del sacrificio de la nación en su conjunto. Pero ello no extraña cuando un importante periodista del portal de noticias más visitado del país indica que “los acreedores privados apuestan a un acuerdo, y se comprometieron con Guzmán a que no harán nada -por ahora- para que el default lastime las arcas del Tesoro Nacional”. Buena gente, como se diría, parecieran ser los bonistas. Hasta uno podría pensar que obran pensando en las necesidades de los más humildes.

A pesar de que fue tapa en algunos medios, tampoco hacen mella en la mayor parte de la sociedad los números altisonantes que representan los 86 mil millones de dólares fugados durante el último gobierno. Y lo más grave aún que, como una brisa de verano, se deja pasar por alto que de ese total apenas el 1% adquirió en forma neta 41.124 millones de dólares. Eso sin tener en cuenta el endeudamiento previo, que comenzó con fuerza en el proceso de estatización de la deuda en dólares del sector privado de 1981, pasando por el Plan Brady, la fuga de los 30.000 millones de dólares del año 2001, o la remisión de utilidades del excedente logrado durante el boom de los precios de la soja y otras materias primas de la primera década del corriente siglo. Por ello, más que nunca nos podríamos remitir la famosa frase de Don Julio Grondona, “todo pasa”. Una vez más, números exorbitantes y alejados de la cotidianidad de la gente.

Por el contrario, pareciera que es más sencillo ver un ‘atropello a las verdaderas libertades’. El control, la prohibición, la intervención. Aquellas políticas económicas que restringen las libertades a los Fondos Comunes de Inversión, quienes ahora deben disminuir la tenencia de activos en dólares. O a las Empresas o particulares que acceden a dólares en el mercado de cambio oficial, los cuales ya no podrán hacerlo en el CCL y MEP. Pero también los bancos y agentes de bolsa la obligación de informar las operaciones de gran volumen con el exterior, lo que incluye el control y fiscalización sobre los precios de transferencias intra-firmas de las corporaciones trasnacionales. Así es, no son las libertades de los más humildes las que se vieron vilipendiadas. Pero ello ya no importa si impacta en el imaginario social.

Para concluir, no debemos olvidar que la deuda externa se conjuga con la ‘deuda interna’. Aquella que, como evoca la película con el mismo nombre donde un maestro rural le explica a un niño pobre del altiplano jujeño como es un mundo que él desconoce y le es adverso – y que no llega a vislumbrar cuando años más tarde termina pereciendo en la guerra de Malvinas -, evade y obstaculiza las miserias de los invisibilizados. Es la mayor parte de la población Argentina, quien lamentablemente son, en carne y hueso, quienes representan los índices de la pobreza multidimensional. Donde las políticas redistributivas, cualesquiera que sean y como se llevan a cabo, fallan. Y como mencione previamente, tiene en parte que ver con la deuda externa. Pero no todo. Hay un mecanismo interno que fracasa enormemente: el de desconcentrar la riqueza. Con mayor o menor crecimiento económico, como sucede en estas épocas de pandemia. Donde las diferencias socio-económicas se reflejan más que nunca.

Porque la riqueza no solo es acumular capital. También se vivencia en la capacidad que se tiene para el cuidado y la protección de su salud. Aquellos que pueden trabajar desde el confort de sus hogares con una computadora, se encuentran claramente más y mejor posicionados para minimizar su exposición de quienes que deben ganar su sustento diario ‘en la calle’, como puede ser el trabajo de los repartidores de productos. O mismo quienes poseen vehículos particulares, y no tienen la necesidad de movilizarse en transporte público, como la mayoría de los trabajadores. O quienes no tienen ahorros, y deben salir a realizar ‘changas’ para pagar el alquiler.

¿Aquí si hay libertad? ¿O es la esclavitud de la pobreza para aquellas personas que deben salir, si o si, a buscar un ingreso? ¿O será, como dicen algunos empresarios cercanos a Bolsonaro, que la ciudadanía debe volver a su trabajo por ‘patriotismo’? Porque en realidad, el patriotismo y el nacionalismo contempla sacrificar los deseos individuales por la solidaridad y el bien del país. Pero ello no significa el tener que ceder mantener unas mínimas condiciones de calidad de vida digna, en total salubridad. Que debiera ser tan o más importante que la libertad de las elites económicas para hacer negocios. Pero además, es hasta un tema racional: ¿O los industriales paulistas no saben que los más de 20.000 brasileños muertos por el Coronavirus, ya no podrán trabajar? ¿O el gobierno brasileño piensa que los muertos pagarán los impuestos para contribuir para el pago de su deuda externa? Que confuso es todo. O mejor dicho, como confunden para legitimar prioridades espurias e inmorales.

(*) Economista y Doctor en Relaciones Internacionales. Autor del Libro “La Sociedad Anestesiada. El sistema económico global bajo la óptica ciudadana.”

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