Pocas horas después de la victoria electoral de 2003 Néstor Kirchner dijo que no había ganado las elecciones para dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. Para muchos fue una frase más a la que no se le dio la importancia que le otorgaba el presidente electo. Después de todo, no abandonar las convicciones expuestas por el candidato Kirchner implicaba desafiar los poderes corporativos a los que ningún presidente se había animado desde el retorno de la democracia en 1983. Y de sus temores crecieron sus fracasos. Disputar el poder era no aceptar leyes como Obediencia Debida y Punto Final, no tener que declarar que si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie; tampoco denunciar la corrupción para terminar pagando la sanción de leyes. Esta disputa por el poder que es parte fundamental de la larga transición de la dictadura a la democracia está siendo manipulada por varios referentes sociales en un intento de deslegitimar el origen democrático del poder que ejerce el presidente Kirchner.
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En varias oportunidades la diputada Elisa Carrió utilizó el término fascismo para describir al gobierno. Como cuando declaró que «el paso previo a la Argentina republicana es la Argentina fascista que, a título de parodia, estamos viviendo».
Raúl Alfonsín, el principal dirigente de un partido que en su último día de gobierno ordenó una represión que provocó más de treinta muertos, ha sentenciado que «es difícil decir hoy, en sentido estricto, que estamos en democracia».
Tampoco a ciertos dignatarios de la Iglesia Apostólica Romana les agrada que el gobierno promueva ideas distintas a las de ellos. Cuando un ministro opinó sobre la despenalización del aborto (tema de discusión en todas las democracias del mundo) el obispo Antonio Baseotto propuso eliminar físicamente al ministro de Salud.
Cuando se decide, finalmente, permitir a las víctimas de la dictadura presentarse ante la Justicia derogando leyes protectoras de genocidas, un alto interlocutor de la Iglesia, que aun tiene entre sus filas al cura torturador Christian Von Wernich, se despacha acusando al Presidente de «alentar odios entre los argentinos». En esta tarea de negarle el derecho al gobierno de usar el poder para cumplir con el mandato electoral no podía faltar la presencia del rabino mediático Sergio Bergman, quien nos alerta que «el sistema republicano ha colapsado y no está funcionando».
Este escenario catastrófico es, además, descrito a diario en varios medios de prensa que a su vez ejercen su derecho a la libertad de expresión como nunca sucedió en ninguno de los países donde verdaderamente se sufrieron los flagelos que describen. Por ejemplo, en la Argentina de hace pocos años. En esos mismos medios algunos periodistas compiten para ver quién es más censurado por el Poder Ejecutivo mientras Joaquín Morales Solá los arenga anunciando que «a pesar de todo, el buen periodismo resistirá hasta que llegue el infalible día de la libertad recobrada».
Hace poco el intelectual Horacio Tarcus se refirió a esta extraña forma de hacer política diciendo que «en principio me provoca una sonrisa y me remite a la pobreza de argumentos de todo el arco de la oposición. Pero si lo pienso más en profundidad, los epítetos me preocupan, porque me parece peligroso confundir un gobierno que se apoya en los recursos del tradicional régimen político presidencialista de la Argentina con los períodos dramáticos que sufrió el país en las últimas décadas». Querer confundir el poder de la democracia con el poder totalitario no es una simple lectura equivocada de la realidad ya que obliga a dejar de lado el debate de ideas y justificar la acción al cambio violento de régimen. Es lo que se desprende de la precisa prosa de Morales Solá cuando se refiere a que la oposición a Kirchner «comienza a plantearse ya no una alternativa electoral, sino el proyecto básico de reconstruir los principios republicanos». Una frase más elegante que la rústica «las urnas están bien guardadas» y no tan poética como «ha sonado en América la hora de la espada». Pero, sin duda, igual de peligrosa.
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