"Me pregunté qué harían los talibanes con mi cadáver"
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La periodista británica fue acusada de realizar espionaje
JUEVES, 27 DE SETIEMBRE, DE TORKHAM A JALALABAD
Yo sería una sordomuda llamada Shameem que viajaba junto con su marido hasta un pueblecito de las afueras de Jalalabad para visitar a su madre enferma.
No se aprecian signos de que haya alguna lanzadera de misiles Scud apuntando, según se suponía, hacia Pakistán. De hecho, no existe la menor señal de actividad militar, lo que parece realmente extraño en un país a punto de ser atacado por la más sofisticada máquina de guerra del mundo. Cincuenta extenuantes kilómetros después llegamos a Jalalabad. Soldados talibanes armados aparecen por todas las esquinas de la ciudad, pero la vida pare-ce totalmente normal. En el sitio donde estoy, al lado de la carretera, seré invisible mientras esté protegida por mi vestimenta de seda azul. Una vez más, me siento abandonada, boqueando en busca de aire y sin nadie que me pueda ayudar. No me atrevo a emitir ni el más mínimo sonido.
Tomamos un nuevo taxi de tres ruedas que va alegremente pintado como si fuera un carruaje de mano oriental motorizado. Después tomamos un nuevo taxi, pintado también de amarillo y blanco, que nos conduce a campo abierto, al norte de Jalalabad. En algún lugar de los alrededores se encuentra una de las bases de Osama bin Laden, pero mi visión se ve severamente impedida por el espantoso burka. Por lo que yo sé, el hombre más buscado del mundo podría encontrarse en aquellos parajes. El campo es verde y fresco; no tiene nada que ver con esa imagen desértica que hay de Afganistán. De repente, por algún sitio aparecen algunos muros hechos de barro de arcilla para demostrar que allí hay un pueblo afgano típico. Me adentro en el pueblo junto con mis acompañantes y se produce una gran algarabía de besos y abrazos con sus amigos y familiares. Me indican una gran alfombra. Exhausta, me dejo caer sobre ella y me duermo de inmediato. Aproximadamente una hora después, un hombre joven que habla en un entrecortado inglés, me zarandea con cuidado. Me asusto y me quedo muy desorientada, se suponía que yo era sordomuda. Aterrorizada, me doy cuenta de que han descubierto mi superchería, pero él me asegura que el secreto de mi visita está a salvo.
Hablamos sobre la crisis y pronto, unos 30 minutos después, las mujeres y los niños se acercan a escuchar. Yo les explico que para una periodista es muy importante saber cómo se sienten ellos, cuáles son sus esperanzas y cuáles sus temores. Parecen gente amable y generosa, pero rápidamente ponen de relieve que tienen muy poco miedo y que están preparados para luchar por su independencia. Una mujer con ojos almendrados y preciosas mejillas se mofa de mí cuando le digo que tengo un hijo. «¿Sólo uno? ¡Ja! Vosotras las mujeres británicas y americanas sólo podéis tener uno o dos hijos; pero yo puedo tener 15 y cuando os quedéis sin soldados nosotros tendremos muchos para reemplazar a los nuestros.» «Nuestros hijos nacen con un arma en la mano. Son guerreros y morirán luchando. Eso es parte de nuestras vidas y de nuestra lucha. Si yo tengo que luchar, lo haré, lo mismo que ella», me dice, apuntando con su dedo largo y huesudo hacia una pequeña mujer, ya muy vieja, que me muestra una sonrisa desdentada y cuyas arrugas de la cara cuentan una historia de adversidades y coraje. «Tiene más de 100 años y esto ya lo ha visto antes. Si vienen aquí los soldados americanos, no tengo ninguna esperanza de que sobrevivan. Hemos oído hablar sobre lo que ocurrió en Nueva York y lo sentimos por tantas personas inocentes muertas. Espero que los americanos se lo piensen dos veces antes de intentar bombardearnos, pero no estamos asustados.»
En estos perdidos lugares, las noticias se propagan de boca en boca puesto que la televisión fue prohibida por el régimen talibán, al igual que la música, cantar o bailar. Ya más confiada, me quito el burka y una niña empieza a abanicarme furiosamente para darme algo de frescor. Ahora mismo, debo parecer una langosta recién hervida. Un hombre joven me dice: «Yo quiero estudiar Medicina, pero las escuelas han sido clausuradas. No tengo nada que hacer aquí. Me resulta muy difícil escapar de esta pobreza y seguir el camino que ambiciono. Muy pocos de nosotros pueden permitirse tener ambiciones en la vida». Señalando hacia otra mujer joven, dice: «Ella estaba estudiando Medicina cuando, de repente, se prohibió la educación para las mu-jeres». Les pregunto si puedo hacer algunas fotografías, pero les da miedo el impacto del flash sobre sus caras. Las fotografías también están prohibidas por el régimen talibán. La mujer que antes se veía a sí misma como una máquina de hacer niños me empuja hacia afuera para comer algo. Su generosidad es abrumadora y, aunque tienen muy pocos alimentos, quieren compartirlos conmigo.
Poco después, llega el momento de partir y nos marchamos por una pequeña salida, de no más de un metro de altura, que se encuentra en la parte de atrás del muro que rodea el pueblo. De nuevo en aquel sucio camino, esperamos un nuevo taxi que nos lleve de vuelta a Torkham. Unas pocas horas más y estaré otra vez en Pakistán. Pero en Torkham el destino nos deparó un fuerte contratiempo. La frontera había sido cerrada por los propios paquistaníes y ahora nos veíamos forzados a encontrar un sitio donde pasar la noche. Temerosa de que los talibanes hubieran podido ser alertados de mi presencia, sugiero que la partida se divida, pero rechazan la idea desdeñosamente. El cielo oscurece pronto y me dicen que permanezca dentro. En Afganistán, las mujeres no se pasean por ahí de noche. La habitación es una especie de taberna, aunque el alcohol está prohibido. No hay ventanas ni ventilación alguna. En el centro hay una magnífica alfombra afgana, pero no hay nada más. Intento dormir pero un miedo enfermizo me mantiene despierta.
VIERNES, 28 DE SETIEMBRE, DOUR BABA
Incapaz de dormir, abandono aquella habitación espartana hacia las 5 de la mañana y totalmente agotada. Las estrellas todavía brillan en el cielo. Otro taxi nos lleva a la frontera por un horrible camino de piedras. Magullada y contusionada tras un viaje desde el infierno, camino cuesta arriba hacia un estrecho pasadizo calzada con una especie de zapatos baratos de plástico que forman parte de mi vestimenta afgana. El duro plástico me corta los pies de mala manera y me producen una gran ampolla en el talón derecho que me abrasa. El dolor es insoportable, pero al igual que todos los demás que utilizan rutas ilegales para traspasar la porosa frontera paquistaní, tengo que continuar marchando.
Cuando llegamos a Dour Baba encontramos algunas personas deambulando por allí, fundamentalmente hombres. Los camellos y las filas de burros aguardan para cargar con bienes, enseres y personas y transportarlos al otro lado de la frontera. No aprecio que haya muchos refugiados que se dirijan hacia Paquistán y presumo que muchos de ellos van hacia Qetta. Me dicen que nos encontramos «tan bien, como seguros» en aquella zona y a menos de 20 minutos de viaje en burro de Pakistán. Doy un gran suspiro de tranquilidad cuando me convenzo de que estoy a salvo y que me llevarán en burro hasta el final de mi viaje.
Me conducen hasta el animal y me subo a su parte trasera. De repente, algo hace que el burro se ponga a dar saltos y yo grito sobresaltada. Se me escapa involuntariamente de los labios alguna expresión en lo que creo que eran mis primeras palabras en público allí. Como esto no es pashtu, me miran bastantes personas. Intento recuperar la compostura, me inclino hacia adelante para asir las riendas y se me cae la cámara del hombro a la vista de todo el mundo. Nunca olvidaré la expresión de la cara de aquel talibán que vio la cámara. Tenía los ojos color esmeralda más impresionantes que yo haya visto jamás y, a pesar de que la cosa se había puesto fea, por un momento me sentí cautivada por su impresionante porte. Espero y deseo que se vaya. Pero no hay posibilidad. Explota de ira y me tira del burro, con mi cámara aún colgando de mí. En unos minutos, una muchedumbre encolerizada se arremolina en torno de mí.
Es una situación de auténtica pesadilla y me alegro al verme arrojada dentro de un coche porque me siento extremadamente vulnerable y expuesta al peligro. Llegan a mis oídos unos canturreos jubilosos que vociferan «espía americana, espía americana» y «Osama Zindabad» mientras arranca el vehículo. El ocupante del asiento del copiloto ondea una gran bandera con el nombre de Osama bin Laden sacándola por la ventanilla. Ninguno de los que van en el coche sabe inglés, por lo que dejo de intentar hacerme entender. El hombre que va sentado a mi lado me arranca el burka para dejar al descubierto mi estropeado pelo. El vehículo se detiene y me empujan hacia afuera donde caigo al suelo. Mientras tanto, miro hacia una nueva muchedumbre que se ha formado a mi alrededor. Un mar de rostros encolerizados chillan y vociferan como si exigieran sangre. Mis zapatos han desaparecido de mis pies. Ya está. Esto es el final. Me van a lapidar hasta la muerte. Ruego a Dios que la primera piedra me deje inconsciente. Me pregunto si voy a acabar llorando y rogando por mi vida. Me pregunto cuánto dolor podré soportar y pido porque acabe todo lo antes posible. Nunca me había sentido tan paralizada. ¿Qué ocurrirá con mi cadáver? Oh, Dios, ayú-dame por favor. Justo en ese momento, uno de los pasajeros del vehículo en el que yo iba hace parar a otro coche que pasaba y dice a una mujer que baje. Habla con ella mientras me señala a mí y ambos caminan en dirección a donde yo estoy.
La muchedumbre sigue canturreando y empieza a aproximarse. La mujer me mira y comienza a registrarme muy bruscamente. Me alivia saber que mis captores quieren saber si llevo algún arma escondida. Me vuelvo enfadada hacia la muchedumbre y hago como si me fuera a quitar la ropa. Se escandalizan y se enfadan mucho por mi actitud y la mujer me da una bofetada en la cara por comportarme, supongo, de manera tan vulgar. Una vez más, nuestra caravana, cada vez de mayores dimensiones, emprende el camino, esta vez dirigida por un camión que va repleto de hombres jóvenes armados que continúan gritando y agitando sus banderas fanáticamente. Disparan al aire sus Kalashnikov, algo que me resulta enervante. Al llegar, se organiza un desfile en el que me llevan por todo Jalalabad, mostrándome como si fuera un trofeo. Me resulta gracioso recordar que el día anterior yo había estado paseando en libertad por allí sin atraer una sola mirada sobre mí, gracias al burka. Nos llevan a otras dos personas y a mí a una especie de cuarteles y me conducen a una estancia en la que no hay nada a excepción de una gran alfombra de lana afgana y cuatro colchones rojos con cojines.
El individuo que me vigila me indica por señas que va a cerrar la puerta desde el exterior y que si quiero alguna cosa debo dar unos cuantos golpes. Como muchos talibanes, es un individuo impresionante y luce una salvaje y espesa mata de pelo ondulado bajo su turbante. Estoy muy asustada y me pregunto si el mundo exterior logrará saber alguna vez que me encuentro en cautiverio. El director de este sitio me hace una visita y yo le escribo unos cuantos detalles personales, diciéndole que soy una periodista británica. No se muestra impresionado en absoluto y me deja sola, pero me las ingenio para conservar un bolígrafo con el que redactar este diario que escribo en el envase de cartón de la pasta de dientes.
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