“La infancia, sostiene Simón, es la patria de las promesas”, comenzando a mezclar aquella etapa dorada con su vida actual de muchacho rionegrino, de Cipolletti, que se recibió de psicólogo y se vino a Buenos Aires a trabajar en el hospital Garrahan atendiendo a adolescentes oncológicos, a jóvenes de tristes perspectivas terminales. Los aislamientos actuales lo remiten a aquellas promesas juveniles que comprometían a la amistad eterna a los de la barra los “Viuda negra”, por esa araña venenosa que preocupaba a las madres. Los problemas actuales, la soledad y el alcohol como remedio no le dejan de hacer revivir a Simón las marcas de la infancia que tienen los tonos más contrapuestos. Ansiedades, traumas, chistes o meros recuerdos.
De Rioja y una ejemplar novela de iniciación
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En el fondo con esa insuperable melancolía con la que Simón llega a contagiar a su perro, la gran ciudad lo lleva a encerrarse como para estar en su pequeña ciudad natal. Frente a los duelos que lo atraviesan o lo rodean, esos chicos y chicas enfermos, regresa a esos chicos vitales que fueron él y sus amigos. Las nostalgias se revierten recordando momentos divertidos, dramáticos, amorosamente familiares, las peripecias para superar los romances fracasados y encontrar el ideal prometido. Allá en Río Negro, en el lago Quimey a veces se espantan los peces y a veces se los va pescando para entregarlo en ofrenda a lo vivido. Matías de Rioja despliega, desde la literatura del yo, una novela de iniciación, que va más allá de ese género, ligándose con el sencillismo emocional de Mario Benedetti, Hernán Casciari, y de ciertas búsquedas laterales de Osvaldo Soriano o Eduardo Sacheri donde exaltan el compañerismo, la amistad que no logra devaluar el paso del tiempo.
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