29 de diciembre 2025 - 12:48

Brigitte Bardot, o el cuerpo del mito moderno

De Simone de Beauvoir a Edgar Morin, la filosofía de posguerra se ocupó de la estrella francesa que volvió legible una época y anunció el final del star-system.

Brigitte Bardot, su desaparición puso fin al clásico star system de posguerra

Brigitte Bardot, su desaparición puso fin al clásico star system de posguerra

“Imagínate que tienes que elegir entre dos posibilidades. Pasar una noche de amor con Brigitte Bardot, pero a condición de que nadie se entere. O tomarla por el hombro, pasear con ella por la calle a la vista de todos tus conocidos, pero a condición de no acostarte con ella. Me gustaría saber el porcentaje exacto de hombres que elegirían una posibilidad o la otra”.

Esto es lo que le dice uno de los personajes de la novela “La inmortalidad”, de Milan Kundera, a otro. Quien formula la pregunta no llega a conocer ese porcentaje, pero no tiene dudas. Brigitte Bardot, o BB, fue para el imaginario social de mediados del siglo pasado un símbolo que trascendió lo puramente erótico, inclusive lo sexual.

Su belleza irrumpió, además, en el momento histórico justo: una belleza salvaje, desafiante y poderosa (no “empoderada”), que apareció en la Francia de posguerra simultáneamente al existencialismo. No fue “existencialista” en el mismo sentido que Jeanne Moreau o Juliette Greco, que formaron parte de ese movimiento, sino que lo trascendió y se convirtió en objeto de estudio. Y, desde Francia, saltó al mundo entero, al punto de que una revista de actualidad llegó a decir que su imagen fue un producto de exportación tan importante como el Renault o el champagne.

A ninguna otra estrella —ni siquiera a Marilyn Monroe— los pensadores de su época le dedicaron tamaña cantidad de páginas. “La Bardot”, en esa perspectiva, fue menos una diva que un síntoma cultural. Su irrupción no modificó solo una estética cinematográfica: alteró la forma misma en que el cuerpo femenino podía ser visto, deseado y significado en la cultura de masas. Desde fines de los cincuenta, Bardot dejó de pertenecer exclusivamente al cine para convertirse en un enigma teórico. Veamos.

Simone de Beauvoir fue una de las primeras en ocuparse de ella. En su breve libro “Brigitte Bardot y el síndrome de Lolita” (1959), la autora de “El segundo sexo” formuló una de las lecturas más influyentes. Bardot —escribió— “no encarna a la mujer, sino a una edad. Su erotismo no se apoya en la seducción consciente ni en la construcción psicológica, sino en una disponibilidad corporal que parece previa a toda estrategia. Lo perturbador no es el deseo que provoca, sino su carácter no reflexivo: una sexualidad que no se presenta como afirmación de poder ni como sumisión, sino como pura presencia”. En esa ambigüedad radicaba su fuerza.

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Jean Gabin y BB en

Jean Gabin y BB en "Amor prohibido", el film de Claude Autant-Lara citado por Simone de Beauvoir

Una mujer libre

Algunas páginas más adelante, Beauvoir cita el film de Claude Autant-Lara “En cas de malheur” (estrenado en la Argentina como “Amor prohibido”, 1958), en el que la delincuente de poca monta que interpretaba seduce, en un solo golpe de vista, al respetable abogado encarnado por Jean Gabin (una de las escenas más eróticas de su filmografía). Allí, en el estudio del abogado, se alza la pollera y le propone de manera burda un trato, al que Gabin no tarda en ceder.

“En su cinismo —continúa Beauvoir— hay una suerte de franqueza desarmante. Luce exuberante y saludable, sensualmente tranquila. Es imposible ver en ella el toque de Satanás y, precisamente por eso, resulta tanto más diabólica para las mujeres que se sienten humilladas y amenazadas por su belleza”.

“Su carne no tiene la abundancia que, en otras, simboliza la pasividad —afirma la autora de “La mujer rota”—. “Su ropa no es un fetiche y, cuando se desnuda, no está revelando ningún misterio. Muestra su cuerpo, ni más ni menos, y ese cuerpo rara vez se aquieta en la inmovilidad. Camina, baila, se desplaza. Su erotismo no es mágico, sino agresivo. En el juego del amor, es tanto cazadora como presa. El hombre es para ella un objeto, del mismo modo que ella lo es para él. Y eso es precisamente lo que hiere el orgullo masculino”.

“En los países latinos —prosigue—, donde los hombres se aferran al mito de la mujer objeto, la naturalidad de BB les parece más perversa que cualquier sofisticación imaginable. Desdeñar las joyas, los cosméticos, los tacones altos y las fajas es negarse a transformarse en un ídolo distante. Es afirmar que es par del hombre, su igual. El hombre se siente incómodo si, en lugar de una muñeca de carne y hueso, sostiene entre sus brazos a un ser consciente que lo está midiendo. Una mujer libre es exactamente lo contrario de una mujer ligera”.

Edgar Morin, en “Las estrellas de cine” (1957), desplazó el foco del género a la industria simbólica. Para este filósofo especializado en temas de cine, Bardot es una de las primeras estrellas plenamente modernas: ni distante ni inaccesible, sino construida sobre una ilusión de cercanía. Morin la define como “una criatura mítica de la modernidad”, cuya imagen permite al público creer que accede a una vida espontánea, casi privada. La estrella ya no es un ideal inalcanzable, sino alguien que parece existir fuera del artificio, aun cuando ese efecto sea el resultado de un complejo tramado.

Aunque Roland Barthes no le dedicó un ensayo específico, su famoso libro “Mitologías” ofrece el marco que vuelve legible el fenómeno Bardot. “El mito moderno —escribe Barthes— consiste en transformar la historia en naturaleza”: hacer pasar por evidente, espontáneo y ahistórico aquello que es culturalmente producido. El cuerpo de Bardot funciona de ese modo. Descalza, bronceada, aparentemente libre de artificio, su imagen se presenta como naturaleza pura cuando en realidad condensa una construcción histórica precisa. Bardot no actúa el mito: es el mito.

Susan Sontag, también sin nombrarla —aunque sí lo hizo en entrevistas y artículos sueltos—, aportó otro andamiaje conceptual. En “Sobre la fotografía” sostiene que “fotografiar a las personas es apropiarse de ellas” y que la celebridad moderna existe ante todo como imagen circulante, separada de la experiencia vivida. La fotografía no se limita a registrar la fama: la produce, la fija y la administra. Leída desde Sontag, Bardot aparece como una de las primeras vidas enteramente capturadas por la mirada pública, una existencia organizada para ser vista y reproducida, donde la imagen precede al sujeto y lo sobrevive.

Ese primer momento del mito —la Bardot deseada— se sostiene en esa ilusión de naturalidad. Su cuerpo parece anterior a la política, al discurso, a la ideología. Como en todo mito, la despolitización es su condición de éxito. La estrella es deseada porque parece no significar nada más que su propia presencia.

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Tras su retiro en 1973, BB radicalizó una postura política de derecha y se concentró en la lucha por el derecho de los animales

Tras su retiro en 1973, BB radicalizó una postura política de derecha y se concentró en la lucha por el derecho de los animales

La transformación

Su segundo momento, sin embargo, introduce una modificación radical. La Bardot mayor, retirada del cine desde 1973, militante por los derechos de los animales y asociada a posiciones de extrema derecha, dejó de ser imagen deseable para convertirse en figura de confrontación. Para las nuevas generaciones, la esfinge BB simplemente dejó de existir. El deseo (o su recuerdo) persiste solo en sus coetáneos.

Es imposible no recordar la caprichosa obstinación del ex presidente del INCAA, Julio Márbiz, en 1996, cuando reinstaló el Festival de Mar del Plata: quien pese al esfuerzo de sus asesores, que intentaban disuadirlo, gestionó hasta último momento su invitación. Seguramente, deseaba cumplir el sueño del pibe: que lo vieran, como decía el personaje de Kundera, paseando con ella por la rambla, como si fuera la Saint-Tropez de los años cincuenta.

El cuerpo erótico cedió lugar a la voz; la fotogenia, a la declaración; el silencio, a las marchas por París. Pero no se trató de la negación del mito, sino de su mutación. El pasaje resulta menos contradictorio de lo que suele creerse. Antes, la naturaleza encarnada en el cuerpo; después, la naturaleza en la causa política y animal. En ambos casos, una misma desconfianza hacia la historia, la mediación y la ambigüedad humana. El mito Bardot no aceptó el desgaste ni la relatividad: se endureció. Pasó del deseo colectivo a la intransigencia sin abandonar su excepcionalidad.

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Bardot en el film que la lanzó al estrellato,

Bardot en el film que la lanzó al estrellato, "Y Dios creó a la mujer", de Roger Vadim

El mito como historia

Su verdadera irrupción simbólica, de resonancia bíblica, ocurrió en 1956 con “Et Dieu créa la femme” (“Y Dios creó a la mujer”), de Roger Vadim. Esa película no solo lanzó una carrera, sino que inauguró una figura inédita. Bardot no provenía del teatro ni de la tradición dramática; su actuación era limitada, pero su presencia reorganizaba el campo visual. En films como “La vérité” (“La verdad”, Henri-Georges Clouzot), “Le mépris” (“El desprecio”, Jean-Luc Godard) o “Vie privée” (“El amor es un asunto privado”, Louis Malle), su cuerpo fue menos un instrumento narrativo que un acontecimiento: algo que la cámara debía registrar antes que interpretar.

Su filmografía —irregular, muchas veces subordinada a su imagen— confirma esa singularidad. Bardot no fue una actriz de grandes transformaciones ni de personajes complejos; fue el lugar donde confluyeron deseo, escándalo y proyección colectiva. Su retiro temprano del cine selló esa condición: abandonó la escena antes de volverse retrospectiva, fijando su imagen en un presente perpetuo.

Vistos en conjunto, estos escritos permiten comprender por qué Bardot sigue siendo una figura incómoda. No como reliquia del siglo XX ni como simple provocación tardía, sino como caso límite de la celebridad moderna. Una vida en la que el cine, la fotografía, la fama y la política revelan hasta qué punto la imagen no es un accesorio de la existencia pública, sino una forma de destino. Bardot no fue solo una estrella: fue una de las primeras vidas completamente visibles. Y también una de las primeras en pagar el precio por ello.

“Es muy diferente valer por cualidades naturales que hacerse valer por adherirse a un modelo y según un código constituido —escribió sobre ella Jean Baudrillard en “La sociedad del consumo”—. Se trata de la femineidad funcional, una femineidad en la que todos los valores naturales de belleza, de gracia, de sensualidad desaparecen en provecho de valores exponenciales de naturalidad adulterada, de erotismo, de línea, de expresividad. Son modelos producidos industrialmente por los medios masivos de comunicación y convertidos en signos reconocibles”.

Baudrillard establece allí la comparación con Marilyn Monroe: al leer a Dostoievski y a Shakespeare, al casarse con Arthur Miller, Marilyn obtiene los galones supremos de la espiritualidad. Así, al realizar la síntesis de las cualidades contrarias del ídolo de la pantalla y de la vampiresa, lleva a cabo —antes de la tragedia irremediable que ya la corroe— el último y grandioso cumplimiento del star system.

“En Francia —prosigue—, Brigitte Bardot realiza paralelamente el mismo ciclo. Después de “Y Dios creó a la mujer”, inicia al mismo tiempo su acceso a la humanidad cotidiana y su ascenso hacia la espiritualidad. La muñeca sensual se integra en una mujer total y superior que constituye la imagen lograda de la estrella moderna”.

Morin, finalmente, cierra la parábola: la época 1950-1960 ve, junto con el declive de la concurrencia cinematográfica, la última floración del star system. Marilyn Monroe y Brigitte Bardot, que habían empezado completamente desnudas, se convierten en mujeres totales, multidimensionales. Irradian sexo y alma. Parecen plenas, felices, triunfantes. Pero son ellas mismas las que ya portan en su interior el mal secreto que desarticulará el mito del cine clásico.

La muerte de Brigitte Bardot no clausura solo una biografía célebre: marca simbólicamente el fin de un modelo de visibilidad. Con ella se apaga una de las últimas figuras capaces de sostener, en un mismo cuerpo, la ilusión de naturalidad, deseo colectivo y excepcionalidad absoluta. Bardot perteneció a un mundo en el que la estrella aún podía concentrar una época, condensar fantasías contradictorias y encarnar, sin explicarlas, las tensiones de su tiempo.

Ese mundo ya no existe. El viejo star system se disolvió en una cultura de imágenes proliferantes, donde nadie permanece invisible pero tampoco nadie alcanza la opacidad necesaria para volverse mito. La celebridad contemporánea se multiplica, se fragmenta y se consume en tiempo real; no funda imaginarios duraderos, apenas administra presencias efímeras.

Bardot fue una de las últimas en retirarse antes de ser devorada por esa lógica. Su desaparición física coincide así con una evidencia histórica: no muere una estrella, sino una forma de la estrella. Con ella se cierra definitivamente la era en la que un rostro podía organizar el deseo de millones y, al mismo tiempo, resistir toda explicación. A partir de hoy, lo que queda no es nostalgia, sino archivo. Y el mito, por fin, pasa a ser historia.

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