9 de enero 2003 - 00:00

"El crimen del padre Amaro"

Gael García Bernal
Gael García Bernal
«El crimen del padre Amaro» (id., México-España, 2001; habl. en esp.). Dir.: C. Carrera. Int.: G. García Bernal, S. Gra-P. Armendáriz, A. C. Talancón y otros. cia,

En «El crimen del padre Amaro» apenas sobrevive el violento anticlericalismo de la novela que la inspira, una temprana contribución de la literatura portuguesa de la segunda mitad del siglo XIX al naturalismo del francés Emile Zola. A su autor, el diplomático y periodista José María Eça de Queiroz, se lo acusó inclusive de haber plagiado una obra similar de Zola, «El pecado del padre Mouret» de 1874. Pero Queiroz, con pruebas en la mano, se autoabsolvió al menos de ese pecado: si bien «Amaro» apareció un año más tarde, el escritor demostró que el primer manuscrito databa de 1870.

El protagonista de su novela es un joven Tartufo de provincia, en cuya ordenación como sacerdote nada tuvo que ver su voluntad. Amaro era un huérfano que terminó en el convento por decisión de sus tutores, y allí se quedó: era uno de los tres caminos posibles en el Portugal de la época para los de su condición. Los otros eran la mendicidad o huir a probar fortuna al naciente Brasil.

En Leiria, el pueblo de la novela al que llega como párroco, Amaro tropieza con una sociedad conservadora e hipócrita y con una casta sacerdotal heredera de los «goliardos» del Medioevo: monjes sanguíneos y borrachos, dudosamente espirituales, que habían empezado a sufrir el paulatino traspaso del dominio de la Iglesia a los poderes políticos.

«Cualquier abad panzudo que al atardecer, en el balcón, se escarba los dientes agujereados y saborea su café con un aire paternal, tiene detrás de sí los confusos restos de un Torquemada», escribe el liberal Queiroz en el capítulo VIII.

Pero en Leiria también tropieza Amaro con Amelia, joven devota, inocente aunque sensual, a la que seduce y embaraza. El joven cura cuenta con la complicidad de su superior, el canónigo Dias, quien a su vez era amante de la madre de Amelia, la Sanjuanera. El fruto de esa unión no termina, como en la película, en un aborto, sino en el pozo con agua de una de las tantas familias de sicarios que se encargaban, a cambio de unas monedas, de matar a los bebés ilegítimos. Una más entre las tantas miserias de la Europa atrasada, en los inicios de la segunda etapa de la revolución industrial, y a las que los narradores naturalistas ponían en foco para romper con el ya decadente romanticismo de origen alemán, que «ocultaba la realidad».

La película

La película de Carlos Carrera, salteando un siglo y medio como si nada (la novela transcurre en 1845), se apropia del esqueleto argumental y lo ambienta en el México de hoy. Amaro no soporta semejante máquina del tiempo: nada sabemos de él, ni de su pasado ni de sus contradicciones ni de su cinismo; tan sólo vemos la carita angelical de Gael García Bernal en sotana, cediendo a la milenaria tentación. Es un personaje hueco.

El resto de los sacerdotes, algunos complicados con el narcotráfico, otros con la guerrilla, no parecen haber emigrado de una novela decimonónica sino de una película política italiana de los setenta, y lo mismo el guión y los subrayados de la música. Así de modernas son sus audacias. Toda una paradoja, porque lo que en
Queiroz estuvo en la cresta de un movimiento literario, en el film atrasa por lo menos 30 años.

Sin embargo, la abundante propaganda controversial de este film, precandidato al Oscar por México, insistió siempre en la naturaleza de sus osadías. Ahora, si se consideran como tales escenas como la de la vieja Dionisia cuando le da de comer ostias a los gatos, o la relación sexual con Amelia vestida como la Virgen, la idea que hoy se tiene de osadía resulta bastante decepcionante.

Sobre todo, porque ni esas escenas ni muchas otras están sostenidas, como en el cine de
Buñuel, por un universo propio, por un mundo artístico donde el recurso a los símbolos sagrados es el resultado de un desafío recíproco, y profundo, entre la fe y el ateísmo, sino apenas por el placer pueril de la blasfemia efectista. Qué irritante resulta, en ese sentido, pensar que en la Argentina nunca se haya estrenado, en cambio, una película tan honesta y conmovedora como «La última tentación de Cristo» de Martin Scorsese.

El director
Carrera declaró varias veces que su «Amaro» «no se propone atacar al culto sino a algunos de sus representantes». En definitiva, lo mismo de siempre. Tal vez no se pueda aspirar, en estos tiempos de reality shows «escandalosos», a que surja un nuevo Dreyer que sí se ocupe artísticamente del culto en lugar de reiterar la enésima «denuncia» a las bajezas de los hombres. De modo que, para cumplir su misión, Carrera fue a rescatar del olvido la novela que Oliveira Salazar no le permitía leer a los estudiantes secundarios portugueses en los años 50. Son elecciones. Por aquellos años 50 otro director, Robert Bresson, eligió otra cosa: en la Francia que emergía del dolor de la Ocupación llevó al cine la historia de otro párroco recién llegado a una aldea, el «Diario de un cura rural» de George Bernanos, una de las grandes obras maestras de la pantalla europea, una película cuya lucidez, ascetismo y belleza, emocionaron inclusive a los públicos más agnósticos.

El camino del cura rural de
Bresson terminaba en la luz, el de Carrera terminará quizás, después de la hojarasca periodística, en el smoking del Oscar, aunque de antemano no tenga todas las de ganar. Qué importa, todo es publicidad.

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