Angela Molina es la admirable protagonista de «El verano de Ana», sensible
film de la argentina Jeanine Meerapfel sobre la belleza, el equilibrio
y la paz interior que puede traer la madurez.
«El verano de Ana» (id.,/ Anna's Summer, Al.-Esp.Gr., 2001, habl. en gr., ingl., al, esp., ladino y hebr.). Guión y dir.: J. Meerapfel. Int.: A. Molina, H. Knaup, A. Katalifos, M. Skoula, N. Bodeux, R. Pastor, D.Diamantou, T. Bazaka.
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Las primeras y significativas imágenes de esta sensible película son de una mujer en viaje por el mar, y un ombligo en primer plano. Ella, en su casa, se está examinando sus arrugas. Podría decirse en la soledad de su casa, una casona vieja, espaciosa, de lindo patio, sobre la ladera de una colina con vista al mar. Pero no está en soledad. La acompañan, de pronto, su padre, su esposo, todos los parientes. Todos muertos.
Pero no es una película de miedo. Ella no tiene miedo a los muertos, porque son fantasmas familiares, seres queridos que cada tanto reaparecen, tan agradables como fueron en vida, o como uno recuerda, o quiere recordar, que fueron en vida sus seres queridos. Es una sensación que muchos vivimos, a poco de morir alguien que amamos, o al volver a los lugares intensamente amados de otro tiempo.
La mujer ha venido a vender la casa, y es lógico que también afloren los recuerdos felices y al mismo tiempo, pero muy fugaces, los otros. Por ejemplo, el momento en que se intuye o, peor aún, se confirma personalmente una desgracia, la incomodidad y el desgarro de vestir a alguien para ponerlo en el cajón, los ritos funerarios. Se refieren unas cuantas pérdidas, y algunos viejos secretos de esos que se revelan tardíamente.
Pero no hay llantos, porque tampoco es una película triste, ni muy dramática. Al contrario, está llena de una suave alegría, y una belleza que no es sólo la de los lugares donde transcurre la historia (casi toda en una isla del Mar Egeo), lindamente captada, como para recordarnos las hermosuras de la vida que nos rodea, sino algo más íntimo, más pleno: la belleza de la madurez, del equilibrio y la paz interior, del goce de cada instante que podemos disfrutar, o cada experiencia que nos toca vivir.
La autora, la argentina Jeanine Meerapfel, pone aquí mucho de lo que ella misma ha visto y conocido, y hace una real obra de madurez, que de paso dialoga con otra de su juventud, que sería bueno ver de nuevo, «Malou» (cuyo personaje se llamaba Hannah). La protagonista, la española Angela Molina, se pone a sí misma, irradiando vida tanto por la mirada y la sonrisa como por cada una de sus arrugas, y esto no es exageración, sino sencilla y admirable verdad. La fotografía y las locaciones, ya se dijo, son hermosas. Lo mismo la música, bien mediterránea. Aunque en este punto, hay que confesarlo, lo que nos toca en el alma es escuchar, en una escena de época, una grabación de la orquesta de Aníbal Troilo.
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