31 de octubre 2001 - 00:00
Josefina Robirosa exhibe sus obras en Bellas Artes
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La segunda etapa, que se extiende de mediados a fines de la década del '60, es de resistencia y búsqueda. Robirosa vuelve a la geometría y al orden, por decirlo de algún modo, ya que se trata, como en la obra de todo artista, de una aventura (tomada como significación de «riesgo», no en la acepción tan usual hoy de «desatino», de «juego»). La artista toma el lenguaje del Op Art, pero lo reconvierte: sus bandas cromáticas, gobernadas por la simetría, van más allá del efecto óptico para instaurar, como en su fase abstracta, espacios estructurados, capaces de crear un universo particular. Pero, en una decisión audaz, Robirosa supera esa instancia al introducir la figura humana dentro de las bandas, en un alarde pictórico y a la vez simbólico. Porque ese universo inestable encierra y abarca al hombre, lo manifiesta y lo oculta.
Seis años de ausencia en las galerías (1969-75) transcurren entre el fin de la segunda etapa y el principio de la tercera. Ahora, las figuras humanas son las que apresan el Universo, resumido en el paisaje natural. El paisaje puede ser visto, el paisaje nace y hasta termina por ocupar la obra. Entonces -ya en la cuarta etapa-, la Naturaleza será el tema. Así lo vemos en los llamados bosques, que cubren la década del '80 y vuelven a manifestar nuevos cambios en la representación.
No se trata, por cierto, de representaciones veristas, sino de renovadas estructuras pictóricas, elaboradas con minuciosa pincelada, casi puntillista, y un despliegue singular en la modulación del color. Más aún: ¿son bosques? A esta pregunta debe responderse con otra: ¿importa dilucidarlo? Son fragmentos de Naturaleza. Las presuntas copas de los árboles pueden ser nubes; los presuntos claros pueden ser hondonadas; los presuntos árboles pueden ser ramalazos de lluvia; los «cubos», que suponen trozos de floresta, pueden ser meteoritos.
Robirosa sintetiza el Universo en estas pinturas que no necesitan descripción y que, en muchos casos, no tienen título. En verdad no hace sino avanzar en la búsqueda de aquella relación entre el mundo mayor, siempre insondable, y el mundo menor, el hombre, que, en copia servil y engañosa de aquel, ha decidido ser insondable, renunciando a entenderse y conocerse.
La artista se opone a esa rendición, a esa negación. Más aún: en un texto reciente, rescata para el ser humano de hoy la visión creadora del ser de otros tiempos, aquel que cuando miraba una semi-lla veía en ella el árbol, la flor, el fruto; al revés de ahora, cuando sólo vemos la semilla. «Caminamos sin asombro entre prodigios», decía Robirosa en ese escrito. Pero en esta cuarta etapa, el bosque se precisa y por fin se presenta. En las telas de la serie «Paisaje argentino», es por cierto un bosque ideal, con un solo árbol cuya copa es tan inmensa que tal vez cubre la Tierra entera. Esta concepción ideal del bosque no es extraña a nuestra cultura.
En las postrimerías de esta cuarta etapa de la obra de Robirosa vuelve a aparecer la figura humana, a la vez que los bosques retornan a su anterior indefinición para transformarse en parábolas de los cuatro elementos, alegorizados por grandes masas de color, resueltas con pinceladas menos constructivas. La artista llega así a la quinta: desde 1995, si bien la Naturaleza sigue siendo el tema, el arte de Robirosa ha ceñido los códigos de la abstracción y dado más libertad a los de la figuración. El signo visual cede espacio, de este modo, al signo icónico, y Robirosa elabora una amalgama de rara armonía, para abordar el agua, el aire, el fuego y la tierra, vistos bajo una luz radiante, esperanzada.
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