«Nordeste» (Francia-España-Argentina-Bélgica, 2005, habl. en español y francés). Dir.: J. Solanas. Guión: J. Solanas,E. Berti. Int.: C. Bouquet, A. Rovera, M. Sampietro, I.R. Jiménez,. D. Valenzuela, J. Román, J.P. Domenech, E. Bardi.
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Se entrecruzan aquí dos historias más cotidianas de lo que se piensa (y tan dolorosas como pueda pensarse). Por un lado, una mujer francesa, ya cuarentona quiere adoptar a un niño, un niño cualquiera, del modo que sea. Si las leyes y la burocracia dificultan (quizá deliberadamente) hacerlo por la vía legal, ella está dispuesta a comprar una criatura, y para eso viaja hasta el lugar más remoto que puede. Para el caso, el campo de alguna provincia del litoral argentino.
Por otro lado, y al mismo tiempo, una mujer pobre, apenas veinteañera pero ya curtida, sufre por el ranchito que es toda su herencia, pero del que han de desalojarla, y por su hijo, que ya empieza a andar en malas compañías.
En medio hay abogados, obstetras y asistentes sociales que con piadosa crueldad deciden sobre criaturas ajenas, chicos que ya se preparan para delincuentes, un capataz pendenciero, que en nombre de su patrón se lleva todo por delante, y alguna gente buena. Digamos, buena con la simple bonhomía de los criollos serviciales, o buena con la santa indignación de una monja española que le reclama a la protagonista: «con el mismo dinero que pensaba gastar podría ayudar a varias familias, y darle a un niño la oportunidad de crecer entre los suyos».
El planteo es serio, la descripción de lugar es generalmente buena (la sensación de pequeño paraíso al borde del camino, el peso del sol a la siesta, la aridez de monoblocks a medio construir donde habitan desperdicios humanos), los rostros verdaderos. El asunto permite hablar de venta de criaturas, perversión de funcionarios públicos, drogadicción infantil, pobreza y feudalismo. Y el mensaje es sincero, respetable, lástima que afectado por ciertas impericias en diálogos y puesta en escena, que reducen su alcance.
Observación al margen. Por ahí el niño carga una gallina, diciendo que es como su mascota, y que la trae de la escuela, porque lo dejan ir a la escuela con una gallina. Por supuesto, la escena tiene un tono realista, con gente que desaprueba al chico, y cabe suponer que de ese modo el autor desaprueba también cualquier visión romántica, naif, o de realismo mágico sobre el nordeste argentino. Pero a la tardecita el chico se va al arroyo vecino, de donde asoma un yacaré, al que le tira unos pescados, y el animal lo sigue. «Estoy aquí con Pancho», le dice a la madre. «¡Dejá eso y vení, que se te enfría la comida!», lo llama la otra. Maravilloso. Lástima que al final se imponga el realismo, y Pancho no haga un poco de justicia poética (más bien gastronómica) con el capataz que amenaza a la familia.
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