La masturbación a la que la mujer se dedica durante largos minutos para complacer a su marido, tiene por objeto demostrar la impotencia de éste. Impotencia que sólo se manifiesta en su relación con la mujer, ya que el personaje parece estar más inclinado hacia los personajes de su propio sexo, tal como ella le reprocha (especialmente hacia los choferes, vaya a saber por qué).
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Para llegar a enterarse de esta «pequeña falla» que es el detonador de los impulsos asesinos del torturador de la pieza, el espectador debe soportar más de una hora, oyendo macabros detalles de lo que el psicópata acostumbra a hacer con sus víctimas: arrancarles los ojos con una cucharita, entre otras cosas, y hasta idear un aburrido juego, en el que ganar puede significar la libertad para la víctima.
La pieza, a pesar de esos detalles macabros, está construida con un lenguaje digno de los «reality shows», aún cuando en el programa de mano se la presenta como una pieza de denuncia. Previniendo a los espectadores que su vecino de butaca puede ser un torturador tan pertinaz como el que pinta Jordi Galcerán, el autor de la pieza, dirigida por una directora importada: la inglesa Tasmin Townsend, quien la define como una obra «que explora el fenómeno actual de los asesinos seriales», empujados a este obrar «por la traición, la falta de confianza, amor y odio, tal y como lo escribieron los griegos, los romanos, Shakespeare, etc... y que forman parte del patrimonio de la humanidad».
Cualquier semejanza con «La Orestíada», «Medea» o «Macbeth», por citar sólo algunas de las obras inspiradas por las pasiones descriptas, es difícil de rastrear en el material vulgar y soez que maneja el autor y con el cual los actores no pueden lidiar.
Víctor Laplace da la impresión de aburrirse y Esther Goris se ampara en un patetismo poco convincente. El espectador, entretanto sólo siente rechazo y desagrado.
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