Ya hemos visto que hubo contextos mundiales y actores internacionales que favorecieron el ascenso de la tecnocracia, tales como las instituciones financieras internacionales, los círculos empresariales, los partidos políticos de la derecha y otros sectores afines. Pero fueron también determinantes aspectos internos, como el debilitamiento notorio de aquellas fuerzas que tradicionalmente se les oponían, incluyendo a intelectuales, partidos de izquierda, organizaciones sindicales, y otros. Estas ausencias también facilitaron los cambios hacia políticas económicas neoliberales en diversos países de la región, en las que participaron activamente las élites tecnocráticas.
Memoria activa 2001 (parte 27)
Ascenso tecnocrático y crisis: comparando el ascenso de Cavallo en los gobiernos de Menem y De la Rúa
En Argentina, y tal como vimos, las reformas que se llevaron a cabo fundamentalmente durante el mandato de Carlos Menem se caracterizaron por reducción de tarifas, eliminación de controles sustantivos a las importaciones, drásticos recortes en los gastos del estado, y la privatización de grandes empresas del país, medidas que serían acompañadas por el intercambio de deuda por acciones; luego, tras los efectos negativos de la crisis mexicana conocida como “efecto tequila”, que dejó una estela de desconfianza y desaceleración económica en el continente, se produjo un nuevo programa de ajuste, con reducción del gasto público y aumento de los impuestos, algo que se repetiría tras las crisis asiática de 1998 y la brasileña de 1999 (Teichman, 2001, pág. 111).
El debilitamiento de las corrientes populares tradicionales, contrarias al neoliberalismo, fue consecuencia del desgaste y la desacreditación de las experiencias pasadas. Lo paradójico fue que la crisis hiperinflacionaria precedente le había estallado en las manos a Raúl Alfonsín, un presidente radical que también había enfrentado al “populismo peronista” y a su movimiento sindical. En este caso, los populistas no eran “la razón de la crisis política y económica que precedió al derrumbe del antiguo orden”, tal como sostiene Silva para analizar otros fenómenos tecnocráticos latinoamericanos.
Es cierto que los debates y procesos de la restauración democrática estaban aún presentes, y que los partidos políticos habían perdido fuerza. Carecían de la convocatoria y representatividad de la que habían gozado en décadas anteriores. Tal vez, como consecuencia de la represión de las dictaduras, o de la crisis de paradigmas que afectaba a los antiguos partidos socialdemócratas y populares en el marco de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. En varios países, la asociación entre política y corrupción creaba quiebres en el sistema partidario. Todo esto, sumado a la atomización social contemporánea, contribuyó a fomentar ese vacío político y social que fue llenado con un modelo neoliberal justificado por las élites tecnocráticas, que se legitimaron ante la clase política y la sociedad en general como necesarias. En muchos casos, con un fuerte discurso que reivindicaba su rol en la “modernización de la sociedad” (Silva, 1997, pág. 6).
El ascenso de las élites tecnocráticas neoliberales provocó rechazos de otros grupos de élite burocrática, ya establecidos. Para algunos tradicionales abogados administrativistas que ocupaban cargos expectantes en el poder de la administración pública nacional, el ascenso de los economistas implicó su desplazamiento de los círculos de visibilidad. Asimismo, en el gabinete menemista, Cavallo y sus tecnócratas aterrizaban con vínculos personales en las esferas del poder. Tenían relaciones fluidas con privados, organismos y dirigentes, y dominaban un gabinete del que participaban muy pocos funcionarios.
En la Argentina menemista, según Teichman, el ascenso tecnocrático no difería demasiado de los casos chileno y mexicano, pero en este caso estuvo dominado por el discurso “anti-élite” (establecida) de los recién llegados. Que despreciaban a los tecnócratas nacionales previos, asociados al estado. Esto incrementó las relaciones establecidas con funcionarios del Banco Mundial y otros organismos, en busca de nuevos elementos para el gobierno asumido en 1989 (Teichman, 2001, pág. 115). La crisis económica precedente en Argentina alentó el “liderazgo pragmático” y la aceleración de las reformas, junto a la “necesidad de convencer a los acreedores externos” y organismos internacionales como el FMI, de la disposición del país a disminuir drásticamente el déficit público e impulsar “la reforma estructural” (Teichman, 2001, pág. 116); las primeras privatizaciones estuvieron signadas por éste tipo de presión y con éstos fines, situación que continuaría durante los primeros años de la década del 90 y que se aceleraría e intensificaría más adelante en aspectos políticos y otro tipo de diálogo.
Aunque la presión internacional e influencia internacional existió y fue significativa, no era lo más trascendente a la hora de las reformas. Algo que sí parece trascendente, fueron “las amplias facultades discrecionales” e “irregularidades que conllevaban” procesos, como los de privatización, que eran llevados a cabo por personas leales a Menem y sólo responsables ante él. El estilo del Ejecutivo se vio caracterizado por esta “necesaria rapidez de cambios”, donde no se podía dedicar tiempo a obtener aprobación legislativa o justificación ante las burocracias (Teichman, 2001, pág. 117).
La universidad también fue sitio de intervención tecnocrática, y allí se comenzó a formar personal capacitado, en particular economistas. Pero se destacaron los think tanks y organizaciones no gubernamentales de economistas en esta tarea. Una de ellas, la Fundación Mediterránea, buscó influir activamente en la política económica, en especial en el ámbito de las privatizaciones; mantuvo contacto con organismos internacionales y mantuvo vínculos con personajes prominentes de la economía y fuera de ella. Se convirtió en un elemento importante en el desarrollo de redes de políticas y difusión de la doctrina reformista oficial, un instrumento necesario de todo el proceso.
Todo lo anterior no implica que no haya existido una fuerte oposición, desde distintos sectores, privados y públicos, a estas políticas llevadas a cabo a través de distintas medidas, mayormente a través de decretos presidenciales (o de la amenaza de los mismos). Hubo resistencia sindical y parlamentaria, y el Congreso en alguna oportunidad logró incorporar cambios. Pero la presencia de los tecnócratas contaba con un gran respaldo político, empresarial e internacional. Todo ello, y la velocidad del ascenso, concentraron el poder para la formulación de la política económica en pocas manos. Así, el faro de las reformas neoliberales fue el Ministerio de Economía, que había acumulado crecientes facultades y era inmune a toda interferencia, aún del propio gabinete presidencial. Recordemos que Domingo Cavallo, la pieza fundamental de éste entramado, era el principal dirigente de la Fundación Mediterránea. La cual, a través de sus economistas ahora en el Estado o desde la misma Fundación, a través de contratos de consultoría, tuvo “un papel preeminente en las negociaciones de deuda” (Teichman, 2001, pág. 121). El manejo de los vínculos económicos internacionales por parte del Ministro de Economía continuaría más adelante con Roque Fernández, el sucesor de Cavallo.
Había poco espacio político para el desacuerdo, y ello incluía hasta a los conglomerados industriales nacionales. “La generosidad hacia el sector privado fue clave para que el régimen avanzara rápidamente no sólo en la privatización, sino también en otras áreas de reforma de las políticas públicas” (Teichman, 2001, pág. 124). Las instituciones reguladoras de las empresas privatizadas que habían de crearse más tarde también estarían marcadas por la influencia del sector privado, creando marcos poco transparentes. La corrupción estaba presente, y era parte de “la estrecha integración del sector privado con las políticas” (Teichman, 2001, pág. 125). Todo era entonces parte de “la tarea de aumentar el apoyo absoluto a la reforma de mercado desde el interior del Estado”. Sin embargo, para Teichman las élites tecnocráticas no fueron quienes por sí solas lograron la reforma: fue una combinación con los políticos tradicionales del partido peronista. La discusión entre Menem y Cavallo por la “paternidad de la criatura” simboliza esta tensión entre la política “tradicional” y los economistas del poder.
No se puede pasar
En el año 2000 el gobierno aliancista intentó avanzar en una reforma laboral. Y ese fue uno de los momento más problemáticos de su gestión. El fracaso de su reforma laboral, en un marco de denuncias de corrupción y compras de votos, fue el detonante de la renuncia de Álvarez. Pero el ascenso de las élites tecnocráticas y, nuevamente, de la figura de Cavallo y su equipo como “mascarón de proa” tuvo otro origen en el año 2001, respecto del que lo había caracterizado 10 años antes. Su principal fuente de legitimación ya no era el fracaso de las políticas anteriores (hiperinflación) sino su “éxito” precedente (convertibilidad). Ya no era la expertise técnica como respuesta al fracaso de la política: ahora era la reconfirmación de los logros de la expertise. Ya no había batallas con la política que zanjar, como en los 90: su ascenso fue triunfalista. La urgencia de la crisis era la misma pero las características del ascenso eran otras. Y en la ausencia de conflicto o debate, los grados de aislamiento respecto de la política terminaron siendo mayores que en la primera oportunidad. Continuará mañana.
Profesor de Posgrado UBA y Maestrías en universidades privadas. Máster en Política Económica Internacional, Doctor en Ciencia Política, autor de 6 libros. @PabloTigani
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