En Malvinas hay más retórica que hechos
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La tradicional expresa un enfoque centralmente jurídico: tenemos razón y reclamamos que Gran Bretaña se siente a discutir en base a derecho. Por eso acudimos puntualmente, todos los años, a las Naciones Unidas. Pero el mundo todavía no se rige en base al derecho, y mientras Gran Bretaña no acepte iniciar conversaciones, nada podrán hacer las Naciones Unidas, cuyas posibilidades se agotan en exhortar a las partes a una negociación directa.
Esa política exterior tradicional ha resultado muy útil para mantener vivos nuestros derechos. Pero también ha demostrado ser insuficiente: no nos ha devuelto las islas.
Algo más hay que hacer. Lo que Guido Di Tella decía es que el planteo jurídico, el reclamo ante Naciones Unidas debe mantenerse firmemente, a rajatabla. Pero agregarle algo más. Propuso no un reemplazo sino una complementación.
Ese algo más consiste en todas las acciones necesarias para reconstruir la situación previa a la guerra. Para cuando formalizamos los acuerdos de 1971, con los isleños teníamos comercio, negocios, inversiones, viajaban ellos, viajábamos nosotros, YPF vendía allí sus productos y prácticamente todo su mercado dependía de abastecimientos argentinos. Los jóvenes estudiaban en territorio continental y todos atendían su salud y muchas inversiones personales en la Patagonia y Buenos Aires. La cooperación con las entidades rurales era cosa de todos los días. Se generaban relaciones comerciales, personales, sociedades, matrimonios. En suma, ambas comunidades, la de las islas y la de la Argentina continental, convivían de manera pacífica y constructiva, generando lentamente la situación de hecho que permitiera, algún día, que se llegase a la discusión de soberanía. Y no fue un ejercicio en vano.
A pocos años de comenzar, ante el progreso en las islas de lo acordado en 1971 y la presión internacional para que se desprendiera de sus colonias, el Reino Unido propuso, en 1974, un mecanismo de cooperación práctica y administración compartida que, muchos años después, podría terminar en cesión de soberanía.
El entonces Perón presidente ordenó a la Cancillería cerrar el trato: «esto hay que aceptarlo de inmediato. Una vez que pongamos pie en las Malvinas no nos saca nadie y poco después vamos a tener la soberanía plena» (1). Murió cuatro meses después y sus sucesores prefirieron oír otras voces.
Para 1981 ocurrió de nuevo. Margaret Thatcher se proponía terminar con la situación en cuatro enclaves coloniales: Hong Kong, Belize, Gibraltar y Malvinas. Y envió en enero de 1981 a su vicecanciller Nicholas Ridley a plantear un retroarriendo con administración crecientemente compartida y cesión de la soberanía al final del proceso, en fecha a negociar, entre cuarenta y cincuenta años, cuando más.
La primera ronda de negociaciones transcurrió en Suiza, el 10 y 11 de setiembre de 1980, y la última fue en Buenos Aires, el 27 y 28 de febrero y el 1 de marzo de 1982. Leyó bien, un mes antes de la invasión.
Desgraciadamente, el gobierno de Galtieri interpretó ese gesto como de debilidad británica y eligió tomarlas «heroicamente» por la fuerza antes que obtenerlas menos espectacularmente por la negociación. Todos sabemos cómo nos fue. Hoy estaríamos promediando el término a cuyo final las islas habrían pasado a nuestra soberanía, sin muertos y sin guerra.
Y no se trató de una torpeza circunscripta al elenco gobernante de aquel entonces. Carlos Ortiz de Rozas señala bien que existe una importante cantidad de personajes influyentes, civiles y militares, «gente que siempre boicoteaba todo porque quería soluciones absolutas, pero que lo único que conseguía era hacer fracasar todo intento de una solución pacífica».
No hace falta pedirle mediáticas audiencias a Kofi Annan: la Carta de las Naciones Unidas configura en sí misma un mandato permanente de descolonización, que el secretario general, sus antecesores y todos sus sucesores se encuentran obligados a llevar adelante. De hecho, la ONU ha sido muy exitosa en esa tarea: al terminar la Segunda Guerra Mundial, una enorme superficie del planeta se encontraba todavía bajo algún dominio imperial, la mayoría británico. Hoy en día, son muy pocos los territorios coloniales que aún subsisten.
Bajo ese impulso, en todo el mundo bastó que los reclamantes se organizaran como Estados respetables y la corriente internacional ayudó decididamente a que la descolonización se efectivizara.
Pero en algunos casos la impaciencia del reclamante, la malicia de la potencia colonial, o ambas cosas juntas, perjudicaron el proceso por recurrir a las vías de hecho. Malvinas es un perfecto ejemplo de ambas actitudes: la guerra de 1982 terminó beneficiando a Gran Bretaña y perjudicó gravemente el peso que Naciones Unidas, su Carta y el proceso mundial de descolonización puedan volcar a favor del interés nacional argentino. Retrocedimos gravemente.
Para esa época, Gibraltar y Malvinas aparecían como reclamos comparables, con ventajas para la Argentina si se toma en cuenta la oferta traída por Ridley. Pero nosotros recurrimos a la fuerza, perdimos esa guerra y terminamos de vuelta reclamando en Naciones Unidas, como al principio de los tiempos. España eligió otro camino. Negocia pacientemente, se integró con éxito con sus vecinos, llevó el problema a la Unión Europea y, por sobre todo, se convirtió ella misma en un Estado moderno y desarrollado, que tiene firme su inserción en el mundo y muy claras sus alianzas. Y, hoy por hoy, la situación de Gibraltar y la aspiración española a su respecto registra avances de cooperación y progreso ahora ni soñables para Malvinas.
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