22 de junio 2007 - 00:00

La sombra de fraude anima la elección

El fraude electoral ha sido siempre en la Argentina un clásico que muchos políticos pronostican, pero que raramente han podido comprobar legalmente su existencia. El fraude en elecciones de autoridades lleva más a pensar en las prácticas políticas de principios del siglo XX que a la actualidad. Pero desde la denuncia de adulteración de documentos que hizo Carlos Menem en 2003, a los episodios de sospechas en elecciones provinciales, hay argumentos suficientes para pensar que aún puede subsistir. Así aunque hoy el fraude es más común -y fácil de realizar- en las internas partidarias -no se puede olvidar el escándalo radical de 2002 cuando se disputó la candidatura presidencial entre Leopoldo Moreau (finalmente ganador) y Rodolfo Terragno que terminó con una ruptura partidaria por las denuncias de fraude-, el riesgo de volcar algunos votos en la urna en elecciones nacionales siempre existe.

De hecho Mauricio Macri alertó hace dos semanas a sus fiscales sobre esa posibilidad: «Cuenten bien los votos porque los que agreden tienen la costumbre de manotear votos», les dijo.

El fraude electoral a nivel nacional puede tener dos orígenes: problemas con los padrones o la emisión de DNI (como las sospechas que se sembraron en la elección de 2003 por no estar depurado el padrón o los documentos denunciados en Misiones) o con la ausencia de fiscales.

En este último punto no es lo mismo una elección nacional que una interna, por la existencia de presidentes de mesa nombrados por la Justicia Electoral, aunque éstos en muchos casos no se presentan a su puesto el día de la votación y allí comienza el riesgo de encontrar a un voluntario desinteresado.

En realidad, para que un fraude se pueda realizar de forma eficiente, deben existir en la elección al menos dos fuerzas dispuestas a complicarle el resultado a una tercera. En un caso como el del domingo, el riesgo sería que Mauricio Macri o Daniel Filmus no pudieran controlar alguna mesa.

Los procedimientos para modificar el resultado de una elección son múltiples, pero por lo general tienen éxito cuando comienzan dentro de la escuela donde se llevaron a cabo los comicios. De todas formas toda maniobra tiene posibilidad de éxito si el presidente de mesa designado por la Justicia Electoral no concurre a la mesa que debe controlar.

Nada más importante a la hora de organizar unos comicios que la elección de los fiscales de los partidos. Muchos eligen para esta tarea a jóvenes militantes o a mujeres de edad avanzada, que actúan tanto para las internas partidarias como para las elecciones nacionales. Las más efectivas para la tarea de seducción del fiscal contrario no son curiosamente las mujeres jóvenes, sino las experimentadas y cariñosas ancianas. Ellas concurren a las escuelas de votación bien equipadas con bebidas, galletitas y sándwiches, que siempre comparten con sus compañeroscontrincantes de mesa y sirven para suplir la ausencia de catering que debe proveer la organización de cada lista, pero a veces falla.

Conseguir un buen ambiente de confianza en la mesa entre los fiscales es la mejor herramienta para llenar la urna de votos propios. Hacia las 12 del día de los comicios un fiscal bien entrenado ya debe haberse ganado la confianza del resto de los integrantes de la mesa que, a esa altura, ya piensan como imposible que ese tipo macanudo o esa cándida abuela sean capaces de alterar la voluntad popular. Es el momento en que se levantan para ir al baño o a comprar cigarrillos y cometen errores cruciales.

El más grave error para un partido político es no atender bien a sus fiscales, si es que tiene un número suficiente de militantes como para cubrir cada mesa, un escenario en que ni Macri ni Filmus tendrán problemas este domingo. Pero si no hay comida o bebidas calientes, si hace frío, los fiscales comienzan a levantarse de sus mesas dejando blancos importantes en la seguridad electoral.

Un cacique radical lo describió con claridad: «Si no cuidan la urna, me están obligando al fraude». Para la UCR ése terminó siendo casi un lema, que destruyó la confianza partidaria.

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