Con su
exquisita
ductilidad,
Germán
Rodríguez
logra que
tanto los
recuerdos de
infancia
como los
relatos de la
película que
filma el
protagonista
de
«Rodando»
vayan
cobrando
vida en la
mente del
espectador.
El narrador de esta historia está en silla de ruedas, usa botas texanas, «bigote a la Reynolds» y entre él y la realidad -de la que sin duda intenta defenderse- hay una cámara filmadora. Su relato es un torrente de imágenes, con mucha jerga de cine y personajes que entran y salen de la ficción a medida que el protagonista (un patético cineasta de escasos recursos) va armando su guión.
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En su mente se mezclan los recuerdos de infancia a bordo de un Torino («papá que maneja, mamá monologa» mientras suena en el autoestereo «The Midnight Special» de Creedence Clearwater Revival) con el rodaje de su primer largo, filmado desde ese mismo vehículo y con el mismo fondo musical. Una chica que pasa en bicicleta, un travesti acodado junto a la ruta y una niña pobre de mirada imperturbable se convierten en posibles personajes de una violenta road movie, que dada la torpeza de su realizador funciona en verdad como una simpática parodia del cine de acción norteamericano.
Germán Rodríguez (también responsable de la dramaturgia junto al guionista y autor teatral Alejandro Acobino) logra con su exquisita ductilidad que la narración vaya cobrando vida en la mente de cada espectador como si se tratara de una película. El actor se desdobla en narrador y personaje mientras describe el agitado traqueteo de una filmación de muy bajo presupuesto, pasando de la acción, al recuerdo o a la experiencia onírica con un simple cambio de tono. La tomadura de pelo al mundo del cine es evidente, así como la fascinación de Acobino y Rodríguez por las películas de género. Tal es así que la primer escena de «Rodando» se inicia entre penumbras con un clima muy a lo David Lynch. Luego, el protagonista describe imágenes de carácter «tarantinesco» y borra de su cámara las tomas dedicadas a un travesti, por la simple razón de que él con Almodóvar «no tiene nada que ver».
Este «unipersonal para hombre en silla de ruedas» como lo definieron sus autores se disfruta con gran interés pese a su impronta literaria. El final tiene algo de relato cortazariano, con el narrador tragado por su propia ficción, o quizás se trate de otra cita cinematográfica. La gracia es ésa, que cada espectador descubra o invente su propia película.
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