Por su factura, por la inteligencia con que arma el relato y la
luz que echa sobre el tema del trato a los niños, el balance
de «El niño de barro» es positivo.
«El niño de barro» (España-Argentina, 2007, habl. en español). Dir.: J. Algora. Guión: Ch. Busquier, J. Algora, H. Carré; Int.: J. Ciancio, M. Verdú, A. Ayala, D. Freire, C. Bordón, Ch. Lera, O. Alegre, R. Serrano, S. Boris, C. Kaspar, E. Bardi, N. Torcanowsky.
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Quizás el comienzo no quede del todo claro: antes las calesitas andaban a tracción a sangre, para lo que se hacía dar vueltas y vueltas a un caballo viejo, muchas veces a rebencazo limpio. La visión expresionista que abre el film, y cada tanto reaparece en las pesadillas del niño protagonista, refiere precisamente esa aceptación social del dolor de uno, acaso necesario para el indiferente placer de otros. La película tampoco explica demasiado la formación (en reformatorios) y la muerte del criminal (a patadas, por haber matado la mascota de los demás presos del penal de Ushuaia), pero, si se quiere, éstos son datos que cualquiera puede encontrar por su cuenta, apenas marque el alias del Petiso Orejudo.
En efecto, acá se habla de ese personaje, considerado como el asesino serial más joven del mundo, ya que tenía entre 10 y 16 años cuando cometió sus espantosas aberraciones contra otras criaturas. La policía estaba desconcertada. ¿Quién podría sospechar de un chiquilín, para colmo medio estúpido? Hábilmente, los guionistas nos mezquinan un buen rato su nombre y su perfil, y nos llevan por una pista aparentemente falsa, pero muy adecuada para hacernos más soportable el relato, y también para presentar otra clase de víctima, y criticar otros males: no sólo el embrutecimiento que sufrió el criminal desde la cuna, sino la impresión de fuego en los espíritus más sensibles, y la irracionalidad y el abuso de las gentes cuando están asustadas, o quieren sacar ventaja de algo sin medir las consecuencias.
Todo se enlaza, la familia, el barrio, el trabajo del menor, la autoridad, la sociedad, las varias perversiones que hay en el aire, la aflicción de los padres queriendo proteger a sus hijos, y hasta los celos de un imbécil que puede instigar a otro tipo de crímenes, igualmente cobardes.
El cuadro de esta que es una de las coproducciones hispanoargentinas más destacables de la temporada, bien puede ser de nuestros días, pero es de época, y entonces al guión bien pensado y bien tensado (que sólo se desinfla un poco hacia el final) se suma, a todo lo largo, una excelente ambientación en la Buenos Aires de 1912 enteramente recreada en San Antonio de Areco. Y, sosteniendo la historia, un buen elenco, donde se destacan los chicos Juan Ciancio, Abel Ayala (bien preciso), Nicolás Torcanowsky, y uno que hace de chorro, ante quien el bruto se siente inhibido, lo que conforma un detalle muy interesante.
Hay que prestarle atención al director debutante Jorge Algora, un hombre ya grande, documentalista, que viene de hacer un telefilm sobre violencia familiar, «Mintiendo a la vida», y que aporta, en la voz de un comisario porteño de antes, unas reflexiones muy atinadas para los españoles de hoy, sobre el dinero, el alma, y los inmigrantes muertos de hambre.
A reprochar, eso sí, los diálogos donde el comisario llama a los demás por el nombre y no por el apellido, como era de rigor hasta hace poco, amén de algún saludo incompleto de los subordinados, que ni se cuadran ante una orden del jefe, o un verbo demasiado fino en boca de un reo. En esa escena, el film transcribe un diálogo tal como quedó registrado en el acta policial, pero seguramente el reo empleó una expresión más vulgar, y más creíble para nuestros oídos. Reprochable, también, una innecesaria e inadecuada referencia cinéfila a Fritz Lang y Eduard Grieg, que saca un poco de clima. Y un mate de palo santo que alguien coló en una toma, aunque, por suerte, pasa inadvertido frente al trabajo enorme de la directora de arte Mariela Rípodas.
Como sea, se trata de objeciones relativamente menores. El balance de «El niño de barro», es positivo, por su factura, por la inteligencia con que arma el relato, y la luz que echa sobre el tema siempre actual del trato a los niños (y también, la verdad, porque de vez en cuando se escucha algún tanguito de Maglio o de Villoldo, bien guardia vieja). Vale la pena.
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