“La hija oscura” (“The Lost Daughter”), de Maggie Gyllenhaal, se asemeja vagamente a lo que sería la versión heterosexual de “Muerte en Venecia”. En ambos casos hay un protagonista (una protagonista en el caso de Gyllenhaal) culto, un tanto arrogante, en crisis, que toma unas vacaciones de manera solitaria en un lugar paradisíaco. Dirk Bogarde, en la película de Visconti, lo hacía en las playas del Lido de Venecia, y Olivia Colman en una isla griega, aunque en la novela original de la incógnita Elena Ferrante también es en Italia. Leda, tal el nombre de su personaje (que permitirá, más adelante, eruditas asociaciones con el mito griego de Leda y el cisne), es profesora de literatura comparada y su descanso no coincide con el que que imaginó; lejos de disfrutar, se siente amenazada apenas al llegar: las frutas en su habitación están podridas, el entorno le resulta hostil, y cuando va a leer a la playa aparecen esos molestos bañistas estadounidenses (ella comparte su nacionalidad), que no la dejan concentrarse en la lectura. Sus gritos recuerdan los de los vulgares amigos italianos de Tadzio en las playas viscontianas, aunque Leda todavía no sufre por nadie en particular. Tan bien realizada está esta parte que la directora nos contagia el fastidio de Leda a través de sus ojos, sus percepciones, sus silenciosos bufidos. Una de estas turistas hasta tiene la osadía de pedirle que cambie de lugar su sombrilla, pero ella se niega. La guerra parece inminente hasta que se pierde una nena de ese grupo, Elena, y desde allí todo cambia. Leda empezará a sufrir de verdad.
“La hija oscura”: la tragedia bajo el sol
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Todos salen en su búsqueda, temiendo que se haya ahogado, y los gritos de “¡Elena!” se mezclan en Leda con los de “¡Bianca!”, nombre de su primera hija (¿la hija perdida? ¿La hija oscura?, como traducen el film apegándose al original literario). Alejándose del grupo, es Leda quien encuentra a Elena, y entonces, para los turistas gritones, ella se convierte en la salvadora, la heroína. Sin embargo, Elena tiene algo de lo que se apropia Leda, y ese talismán, ese objeto cifrado, conducirá más tarde a la tragedia. Eso la impulsa a un viaje retrospectivo a su pasado, a sus propias hijas Bianca y Martha, y a su falta de deseo de la maternidad, la crianza, y la convivencia con un hombre que no la satisface. Eso también impulsó a los psicoanalistas del mundo entero a sacar todo tipo de interpretaciones sobre el significado del film, siempre distintas según la escuela y el manual que hayan seguido.
Tan bella era Leda de joven (Jessie Buckley) que hasta Zeus, transformado en cisne, se enamoró de ella. Quien lo hace en la película no es tan superpoderoso aunque se lo crea, y tiene el perfil exacto de quien se pondría a sacar más interpretaciones de la película, pipa en mano.
Pero, más allá de todo lo que “La hija oscura” deja ambiguamente planteado (también los espectadores se entregarán al placer de interpretar a gusto), la forma de relatar de Maggie Gyllenhaal en ésta, su opera prima, promete una atendible carrera. Sus juegos, saltos entre presente y pasado, dejan casi siempre una parte no dicha, y es la suma de esas elisiones, de esos fragmentos a reconstruir, o a postular, los que se unen en su presente de manera abrumadora. A diferencia de Bogarde, que interpretaba a Mahler en “Muerte en Venecia”, a Leda no le hará falta teñirse el cabello para que, en su búsqueda de la belleza, la muerte lo destiña. Ella ya está entregada desde que llega.
“La hija oscura”
(“The Lost Daughter”, EE.UU., 2022). Dir.: M. Gyllenhaal. Int.: O. Colman, J. Buckley, E. Harris. Netflix.
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