La figura del artista atormentado, ensimismado en la creación, víctima de la «terribilità» y de su propio humor cambiante, ya casi no existe en nuestros días. Cada vez más la vida de los artistas se asemeja a la del resto de los mortales. Sin embargo, con sus excentricidades, el sesentista Rómulo Macció que inauguró la semana pasada una exposición en el Centro Cultural Borges, encarna en alguna medida la imagen del artista que no se integra a la sociedad, centrado en su obra y su individualismo.
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En esta ocasión la selección de pinturas que van desde el año 1956 hasta el 2002 y que presenta bajo el título «De la Figuración a la Parafiguración» coincide con los aspectos tortuosos de su personalidad y es ajena al lirismo que predominó en sus últimas exposiciones. Lejos de la magia de los paisajes de Nueva York y Buenos Aires que presentó en la galería Klemm, el Museo Quinquela Martín, el Centro Cultural Recoleta y la galería Maman, las pintura que exhibe en el Borges retratan la alienación y las angustias del hombre en estas últimas décadas.
Macció fuerza el drama con la violencia del color y distorsiona la forma hasta el límite de que sus retratos parecen perder su condición humana. Justamente, la muestra explora los límites entre la razón y la locura, los cuestiona con patético sarcasmo en «Pantalla» (un rostro rectangular en forma de TV) y con alucinado delirio en «Política» (psicodélica imagen plagada de reflejos que deforman la realidad).
Si bien las pinturas son brutales expresiones de la enajenación de la época y encajan con presición en el contexto actual, la exposición está montada con sabiduría, con un orden que contrasta con el caos que exhiben las obras. No se trata de cuadros elegidos al azar, sino de pinturas que cuentan una historia desesperada y dialogan entre sí.
•Contrapunto
El ejemplo más evidente es el contrapunto que se establece entre el aturdido «Cabezón» realizado en 1960, que con su rostro distorsionado hasta la aberración se enfrenta al siniestro personaje del 2002, «Votenme, soy Dorian Grey», apocaliptica y fantasmagórica visión de una figura política.
En esencia, el tono de la muestra no es deliberadamente político, ni se trata de un alegato. Es un conjunto de obras de excelente nivel que ostentan un sentido filosófico, histórico, psicológico, social, artístico y también, además, político.
En la última década, con su virtuosismo, una producción nutrida y la misma «terribilitá» de siempre, Macció (que plantó a los invitados a su vernissage) demostró que sus paisajes del Río de la Plata podían superar en intensidad poética pinturas memorables como su «Castel Sant'Angelo» o «Pompeya». Ahora, con sus 71 años, acepta el desafío de retomar el gesto rebelde y expresionista de los sesenta, y con el ojo privilegiado que tiene para mirar el mundo, vuelve a ganar la partida.
El excelente catálogo de la exposición (un esfuerzo remarcable del Centro Borges en los tiempos que corren), reproduce todas las pinturas de la muestra y reúne textos del director del Museo Reina Sofía de Madrid, Juan Manuel Bonet, el artista Luis Felipe Noé y los críticos Córdoba Iturburu, Raoul-Jean Moulin, Jacques Lassaigne, William Sandberg, Raúl Santana y el propio artista, desde ya, poco afecto a teorizar sobre su obra. «La pintura es una ciencia oculta, irracional, nace de un obscuro núcleo y no de conjeturas intelectuales», dice.
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