3 de octubre 2025 - 13:43

Una obra teatral que desnuda los entretelones entre poder y el sector inmobiliario

Se estrena hoy "Implicados", que aborda la problemática de la gentrificación y la connivencia entre el sector inmobiliario y la política. Escrita y dirigida por Arturo Wong Sagel, cuenta con actuaciones de Emiliano Diaz, Pablo Pereira y German Rodríguez.

Se estrena hoy Implicados en el teatro El Extranjero. 

Se estrena hoy "Implicados" en el teatro El Extranjero. 

“Uno no va al teatro para ver lo que ya sabe, para eso me quedo en casa viendo las noticias que, dependiendo de quien les pague, se corren de un lado o del otro. La obra es una invitación a mirar de frente aquello que preferimos no ver”, dice Arturo Wong Sagel, autor y director de “Implicados”, panameño de origen pero que vivió en Madrid, Estados Unidos e inclusive Argentina y luego de haber presentado esta obra en Panamá y Colombia debuta hoy a las 20.30 en el Extranjero.

Basada en un hecho real, cuenta con actuaciones de Emiliano Diaz, Pablo Pereira y German Rodríguez. La obra y todo el teatro de Wong Sagel aborda la problemática de la gentrificación y la connivencia entre el sector inmobiliario y la política. “Es un mecanismo diseñado para acumular capital, incluso a costa de expulsar comunidades, borrar memorias y vaciar de sentido los espacios urbanos. Busco exponer esas tensiones que solemos normalizar, y me pregunto qué queda cuando la ciudad se transforma en un producto para vender y ya no en un lugar para habitar. Más aún, ¿qué somos capaces de hacer para lograrlo?”, dice el autor. Conversamos con él.

Periodista: ¿Qué te atrapó de este hecho real para querer escribir sobre esto? Arturo Wong Sagel: El hecho real fue un incendio en un Centro penitenciario de menores. Lo que me sacudió fueron las imágenes. comentarios encontrados, conversaciones absurdas y juicios de los medios. Mientras investigaba y me metía más a fondo, me topé con una pregunta circunstancial: ¿qué lleva a alguien a disfrutar del sufrimiento de otra persona o proporcionarle más dolor? Esa inquietud fue el punto de partida para tratar de comprender quiénes eran esos personajes y qué los movió a actuar de esa manera. Descubrí que no se trataba de un caso aislado: situaciones similares se repiten en distintos lugares, casi siempre con los mismos protagonistas y con un un sistema generador de violencias respaldado de impunidad. La ficción intervino para potenciar esa realidad y permite que el espectador no solo observe lo ocurrido, sino que lo experimente desde la escena y lo cuestione. En esa tensión entre lo real y lo inventado, la obra invita a preguntarnos qué tan implicados estamos todos en estas dinámicas de poder y violencia. O qué tan impunes podemos llegar a ser.

P.: ¿Cómo aparecen el sector inmobiliario y la política?

A.W.S.: En todas mis obras aparece, de una u otra forma, la relación entre el sector inmobiliario y lo político, porque no veo manera de separarlos: la gentrificación siempre es un fenómeno que responde a lo político. Viví en Madrid un año y vi de cerca cómo un barrio se estaba transformando por completo a partir de políticas públicas que favorecían la inversión inmobiliaria, muchas veces con la complicidad del propio Estado. No se trataba solo de edificios nuevos, sino de un desplazamiento paulatino de comunidades enteras, de la pérdida de un tejido social y cultural que se daba sin importar las consecuencias. Hace unos años en Panamá, me encontré con un escenario similar, aunque más abrupto: el boom inmobiliario impulsado por cambios en la zonificación urbana, muchas veces resultado de sobornos y decisiones tomadas desde los ministerios públicos. El mismo patrón: detrás de cada proyecto había siempre un político con intereses económicos directos en las constructoras. La ciudad se rediseñaba no desde la planificación urbana ni desde las necesidades de la ciudadanía, sino desde el beneficio inmediato de unos pocos.

P.: ¿Qué más podés decir de este fenómeno de la gentrificación?

A.W.S.: La gentrificación, en ese sentido, no es un accidente ni una consecuencia inevitable del progreso. Es un mecanismo diseñado, donde la alianza entre política e inmobiliarias se convierte en la fórmula para acumular capital, incluso a costa de expulsar comunidades, borrar memorias y vaciar de sentido los espacios urbanos. Y es allí donde siempre he direccionado mi mirada: exponer esas tensiones, en hacer visible lo que solemos normalizar, y en preguntarnos qué queda cuando la ciudad se transforma en un producto para vender y ya no en un lugar para habitar. Más aún, ¿qué somos capaces de hacer para lograrlo?

P.: ¿En qué sentido contrasta el afuera con el pueblo pidiendo castigo y el adentro con las miserias de quienes se esconden?

A.W.S.: El afuera es símbolo y motor de conflictos frente al adentro. Representa lo invisible: la presión social, la memoria colectiva, esa sed de justicia que nunca termina de saciarse. En las calles está la multitud que exige justicia, la fuerza que interpela a sus gobernantes. En contraste, el adentro es el territorio de lo oculto: los cuerpos y sus miserias, los cómplices de las negociaciones secretas, el miedo, la paranoia y la podredumbre íntima. Allí lo que parece sólido se derrumba, y lo cotidiano se vuelve grotesco o hasta ridículo. Este contraste no es solo narrativo, también es escénico y tiene varias capas en cuanto a los códigos de la puesta en escena. En una de esas capas, también está el público, el último eslabón del poder. El espectador, al estar dentro de la sala, queda implicado en esa violencia, la acepta como convención teatral y, al hacerlo, se convierte en parte del mecanismo que la obra cuestiona.

P.: ¿Cómo aborda los temas de la corrupción, la violencia estatal y la conveniencia con los medios?

A.W.S.: Me interesaba explorar la violencia y la corrupción desde lo cotidiano, en un pequeño núcleo, cómo esos pequeños gestos que hemos aprendido a normalizar permean en lo íntimo. No se trata de señalar un hecho en sí, sino de mostrar cómo esos engranajes del poder atraviesan nuestra intimidad, nuestros vínculos y nuestros cuerpos. Algo que descubrí cuando trabajé en centros penitenciarios fue que muchas veces el crimen se organiza y se arregla desde allí dentro. Y eso nos afecta a todos como sociedad.

P.: ¿Por qué quisiste traerla a Buenos Aires y al teatro independiente porteño?

A.W.S.: Viví y estudié en Buenos Aires durante cuatro años, y desde entonces el teatro porteño se convirtió en una referencia indispensable para mí. Siempre he sido un gran espectador: me gusta ver y consumir teatro sin importar el género o el idioma, porque en cada escenario descubro un modo distinto de comprender la idiosincrasia de un lugar. Y Buenos Aires, sin duda, está entre los tres epicentros teatrales más importantes del mundo, tanto por la calidad de sus propuestas como por la riqueza de su escena independiente. Es un espacio donde se trabaja con mucho ímpetu y eso lo vuelve único. Los actores y el equipo en general, le ponen alma a todo, qué va más allá de los egos o las satisfacciones personales. Es pasión pura. Y eso es un terreno fértil para el riesgo.

P.: ¿Y el público de Buenos Aires?

A.W.S.: Fue siempre lo que más me atrajo siempre. Un público curioso, exigente, generoso, que no teme ser interpelado. Ese deseo de compartir con él y de devolverle algo de todo lo que me ha dado como espectador fue lo que finalmente me impulsó a dar el paso. Es una manera de probarme, ampliar mis fronteras y ofrecer una propuesta que busque resonar con esa comunidad teatral tan viva. Y creo que la obra tiene muchas resonancias con el momento en que están atravesando socialmente. Se fuerza está en esa complicidad entre escena y espectadores que hace que el teatro sea genuino.

P.: ¿Cómo ves el teatro en Latinoamérica?

A.W.S.: Estamos atravesando un momento de crisis global y la cultura, es reflejo de esa crisis. Es todo lo que nos identifica. No me gusta pensar en Latinoamérica como si fuera un territorio aparte: todo lo que sucede en el mundo nos afecta, porque estamos profundamente conectados. Lo viví en carne propia cuando estudié en Estados Unidos: desde los formularios hasta los trabajos académicos siempre me separaban como si fuera “algo distinto o extraño”. Hoy reconozco que esa mirada sigue presente, pero la traslado al contexto cultural y sigo pensando que no estamos aislados. En cierta manera, la crisis nos da por igual. La forma en cómo la atravesamos es lo que nos diferencia. En este sentido, el teatro es un mecanismo vital para expresar eso que nos pasa como sociedad. Con todas sus dificultades, sigue siendo un espacio de resistencia, de búsqueda de resonancias y de confrontación frente a los lineamientos de un sistema manipulador. Muchas veces se habla del teatro latinoamericano desde la perspectiva de Argentina, México o Colombia, pero lo cierto es que en toda la región están sucediendo experiencias teatrales potentes, aunque cada país dialogue con referencias distintas y contextos puntuales y, en gran medida, condicionadas por la mirada extranjera. Nuestro teatro, sin embargo, conserva algo singular: es la visceralidad. Más allá del texto, es un teatro de cuerpo, de energía, de entraña. Como en el baile: puedes aprender los pasos, pero lo verdadero está en lo que ocurre aquí dentro, en lo que se siente. Su riqueza radica en las historias, en la forma de contarlas y, sobre todo, en su capacidad de reinventarse frente a las limitaciones. Donde hay fronteras o precariedad, surge la creatividad. Y eso, creo, es la fuerza vital del teatro en Latinoamérica que se mueve en aguas de crisis constantes y cambiantes.

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