Durmiendo cerca del enemigo N° 1 de Bush
El azar de las computadoras que manejan la agenda de un viajero colocó a este cronista en una habitación del hotel Intercontinental-The Barclay's, a escasos metros de la que ocupa el presidente de Irán desde el domingo por la tarde. Es más que una anécdota y sirve de testimonio para la paranoia de seguridad que vive Nueva York en estas horas.
-
El país de Asia pobre y con pocos recursos que ahora es una potencia económica: es el lugar que produce más millonarios
-
Por qué Dinamarca es dueño de Groenlandia: el sueño de independencia y la amenaza de Donald Trump
El desplazamiento en las inmediaciones de los dos hoteles evoca las crónicas de la zona de comando americano en Bagdad, cercos concéntricos, prohibición de caminar por la vereda de 48th y Park, adonde da una de las salidas laterales del hotel, asignada al uso exclusivo de la delegación. Nueva York ya parece el mes de setiembre de todos los años, cuando sesiona la asamblea de la ONU, entregada más a una convención de guardaespaldas que a una cumbre diplomática, por la cantidad de mandatarios que llegan. Este año, con la visita desafiante de Ahmadinejad, ha colmado la imaginación por la paranoia de seguridad.
El viaje de Ahmadinejad con su comitiva de decenas de autos, ambulancias, combis de seguridad, todas con las ventanillas abiertas con agentes asomados como buscando al francotirador, cruzó todo el norte de la isla desde el aeropuerto JFK cortando calles y avenidas. La tarde estaba con un sol tibio y la coreografía de la calle parecía sacada de un Truman show: las madres con niños, los extravagantes patinadores, las mansas batucadas en las esquinas que protestan cada una contra la visita de un dictador o presunto como tal (varias contra el iraní, exhibiendo fotos de torturados y ahorcados, le cuentan ya 100 desde que asumió; otras, más coloridas, protestan contra gobernantes latinoamericanos y le ponen música a la queja). El paso de la «motorcade» los paralizó como en una foto fija hasta que se alejó la polvareda. El sueño del dictador de inmovilizar al mundo.
Que fuera domingo facilitó la velocidad de la llegada a la fortaleza de The Barclay's, adonde lo embutieron a Ahmadinejad en cámara rápida, hasta ponerlo a pocos metros del testigo que espera algo de cada ruido, de cada portazo, de cada chirrido.
Le fue fácil entrar porque las autoridades se juegan todo para que no le pase nada al visitante, cuya presencia exhiben como un símbolo de tolerancia y de que este país puede asegurar la visita de un enemigo. Ahmadinejad lo es técnicamente ya que se lo responsabiliza del ingreso de misiles y otras ayudas militares para atentados en Irak contra las tropas de ocupación que encabezanlos Estados Unidos. Sin estosfueros lo habrían detenido y mandado a Guantánamo para que diera explicaciones.
Y al pasajero de a pie, ni justicia. Al ingresar al hotel se le advierte -desde un cartel en la puerta- que sólo por entrar se somete voluntariamente a seguimiento y localización de su persona -un aviso contra tramposos-. En un mostrador ubicado en la vereda se abren las valijas de todos los pasajeros y se las somete a un escaneo. El pasajero tiene que mostrar antes de la puerta de ingreso su tarjetallave que lo habilita como pasajero. Si no lo es, está prohibido el ingreso. Todos los ascensores de un sector del hotel están inhabilitados y los pasajeros deben caminar kilómetros desde un sector al otro cuando llegan a su piso.
El ala que pertenece al sector que ocupa Ahmadinejad directamente está bloqueada desde la planta baja. El ingreso elegante en colores ocre, bronces pulidos y maderas de este edificio de los años 20 está interrumpido por una ominosa cortina de terciopelo negro tras la que asoman los custodios que con señas le dicen a uno que se vaya con la música a otra parte.
Los ascensores no llegan al piso 10°; los servicios y visitantes -salvo el vigiladísimo presidente- deben ir al 11° y bajar, o quedarse en el 9° y subir por las escaleras. Los mozos, changarines, botones y bellboys son revisados cada vez que entran a ese piso, se los despoja de su credencial y se les clava un «pin» en el pecho. Los acompañan hacia el sector izquierdo de ese piso en donde va creciendo la cantidad de «pecetos» por metro cuadrado, ninguno menor al XXXL. El murmullo crece, se mezcla el inglés con el persa, siempre suena el espanglish detrás, como cortina incidental; lo hablan todos los que prestan serviciosy los «pins» de los custodios van adquiriendo colores más fuertes y uniformes.
Chócase con otro cortinado mortuorio de black velvet y detrás está la puerta. Sólo puede pasar el presidente que visita o alguien que se haga pasar por él, un tanto difícil desde ya, pero que los custodios tardan en descubrir. Por eso se puede contar.
Dejá tu comentario