19 de enero 2007 - 00:00

La tragedia de Irak entra en la fase de la limpieza étnica

Moqtada al-Sadr, líder de la milicia chiita que «limpia» de sunitas partes de Irak.
Moqtada al-Sadr, líder de la milicia chiita que «limpia» de sunitas partes de Irak.
Bagdad - Hasta 2003, Ishkuk fue la sede de una de las incontables bases militares del ejército de Saddam Hussein. El complejo fue arrasado por los saqueos subsiguientes a la invasión norteamericana. Después, el descampado comenzó a acoger a familias sin hogar. Un flujo pausado que se desbordó con una avalancha de desplazados a partir del 22 de febrero, tras el atentado contra la mezquita chiita de Samarra.

Entonces, mientras el conflicto iraquí emulaba los parámetros de otros como el de Bosnia, las familias chiitas comenzaron a llegar a Ishkuk a un ritmo de 150 por semana, según Basim al-Kinani, el responsable del autodenominado Departamento de Refugiados de la oficina de Moqtada al-Sadr en Shola. «Nos vimos desbordados, así que los hemos instalado en Ishkuk. Son más de 3.500 familias. Les damos una tienda de campaña, comida y medicinas», explica el iraquí de 35 años.

  • Escenario

  • Desde esa fecha Ishkuk se ha convertido en una amalgama de tiendas de campaña y chozas de barro instaladas sobre un entorno insalubre, donde se multiplican las aguas estancadas y los cúmulos de basura. Un escenario tan patético como ilustrativo del estado que está alcanzando la limpieza étnica en el nuevo Irak.

    «Ya no quedan chiitas ni en Hasua ni en Abu Ghraib. Nos echaron a todos y a los que no se iban los asesinaron. A mi padre le enviaron un sobre con una bala y una carta que decía: 'Tienes dos días para marcharte o te matamos'. Lo firmaba el Ejército de Omar (un temido grupo sunita). Vivíamos allí desde 1988. Nos marchamos al día siguiente. Llevamos siete meses viviendo en esta tienda», explica Loai Atnan, de 26 años, que llegó a este barrizal procedente de Hasua, un poblado sito a 10 kilómetros al oeste de Bagdad.

    Ishkuk es uno de los tres campos oficiales de refugiados que han establecido las autoridades de Bagdad en un gesto que asume con toda su crudeza la terrible guerra civil que sufre el país.

    El Ministerio de Inmigración iraquí estimó en noviembre que desde febrero y hasta esa fecha al menos 460.000 personas habían huido de sus casas bajo el acoso sectario, mientras que el Alto Comisionado para los Refugiados dijo en esa misma fecha que la cifra se incrementa a un ritmo de 50.000 por mes.

    La provincia norteña de Erbil, la chiita de Kerbala y la propia Bagdad son las tres zonas del país que más refugiados están acogiendo a tenor de las estadísticas de Inmigración.

    En Kerbala las autoridades locales admiten que su capacidad para recibir nuevos huidos se encuentra completamente sobrepasada. «Servicios como salud o educación no son capaces ya de cubrir las necesidades de esas familias», precisó a la agencia Irin, Ghalib al Daami, un miembro del Ayuntamiento de esa localidad sureña donde la Media Luna Roja instaló también un conglomerado de tiendas de campaña en el principal parque de la villa.

    Tan sólo en Bagdad, una ciudad en la que residían 6,7 millones de personas de todas las ramas religiosas, 160.000 iraquíes se han visto obligados a dejar su residencia bajo una ofensiva de milicias y grupos armados que ha conseguido ya redefinir suburbios homogéneos.

    «Lo que antes eran barrios entremezclados, cuya composición sunita o chiita hubiera sido imposible adivinar antes de la guerra, han dejado de serlo», escribía en diciembre el Grupo de Crisis Internacional en su último informe sobre la Guerra de Irak.

    Como ocurrió durante la sangría de los Balcanes, el mismo documento advertía que la limpieza étnica es un componente crucial para acelerar el conflicto civil. «La transferencia de población acentúa la división confesional», escribían los expertos. Docenas de familias se arremolinaban en Shola, el arrabal norteño de Bagdad donde se ubica Ishkuk, frente a las dependencias de la organización de Sadr. Todos procedían de Abu Ghraib y Hasua, dos poblaciones sitas a escasos kilómetros, donde la mayoría sunita ha promovido una «total limpieza étnica de los chiitas», en palabras de Mohamed Benyi, de 60 años.

  • Nuevo aviso

    La esposa de Benyi se encuentra sentada a su lado, esperando las donaciones de los representantes del clérigo rebelde. La señora todavía porta en el pecho cuatro de las siete balas que le metieron los pistoleros que la atacaron mientras vendía fruta en el mercado de Abu Ghraib en octubre de 2005. «Los takfiris (apodo peyorativo para definir a los grupos radicales sunitas) llegaron al mercado sabiendo perfectamente quién era sunita y quién era chiita. Sólo dispararon a los chiitas. Mataron primero a dos personas que estaban a mi lado y entonces me ametrallaron. Sobreviví gracias a la ayuda divina», precisa la fémina.

    Pese al suceso, Benyi -un agricultor con cierta posición en Abu Ghraib- decidió permanecer en la zona donde era propietario de cuatro casas y amplios terrenos de cultivo. Incluso resistió un nuevo aviso. El que le transmitió un grupo de encapuchados que se acercó a su casa para conminarle a abandonar el lugar.

    Los radicales regresaron el 23 de febrero, un día después del ataque de Samarra. Esta vez no dijeron nada.

    Llamaron a la puerta y cuando salió Amir Mohamed, uno de los hijos de la familia, lo acribillaron a tiros. Benyi agarró a los 13 miembros del clan y un día más tarde llegó con las escasas pertenencias que pudo acarrear en su vehículo a Shola, donde el grupo de Sadr lo instaló en el campo de refugiados de Ishkuk.

    Shola es un ejemplo paradigmático del efecto perverso que tiene el desplazamiento de población. Mientras el barrio chiitano deja de recibir expulsados de zonas vecinas, las milicias afectas a Sadr -el temido Ejército del Mahdi-han comenzado a su vez a desalojar por la fuerza a los sunitas que viven en el suburbio adyacente de Gazaliya.

    Las casas que ocupan van destinadas a personajes como Abas Muslim, de 48 años, un desplazado de Hasua, que escapó de allí el 27 de julio de 2006 cuando los extremistas asesinaron a su hijo Taarik Abas, de 24 años.

    «Antes de huir vi cómo incendiaban cuatro casas de chiitas. La mía también la quemaron después de que me fuera. Intentan que nadie pueda volver. Es puro terror contra los chiitas», apunta quien ejercía de pintor en aquella ciudad. Ahora vive en una casa de Gazaliya que «requisó el Ejército del Mehdi», reconoce. «Todos esos barrios, Gazaliya, Abu Ghraib, Hasua... están llenos de 'takfiris'. Por las noches, nos disparan con morteros y ametralladoras desde Gazaliya», se justifica el jeque Riad al Kinani, uno de los jefes locales del movimiento Sadr.

    En Ishkuk, los nuevos refugiados no esconden su odio hacia los responsables de su tragedia, a los que denominan generalizando como ' wahabíes' (seguidores del pensamiento wahabí que prima en Arabia Saudita). «La cabeza de la serpiente es Haití al-Dari (el clérigo sunita más significado). Hay que acabar con la serpiente», expresa Loai Atnan.
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