Como es de público conocimiento, hace algunos días el ministro Caputo asistió al programa televisivo La Cornisa. La opinión publicada —y también la pública— quedó atrapada en el affaire de las “empanadas”. Sin embargo, minutos antes, el ministro había afirmado algo muy interesante, en respuesta a una pregunta periodística sobre las expectativas del gobierno respecto del Plan de Reparación Histórica de los ahorros de los argentinos: “No esperamos nada”. Y fue aún más asertivo: se trata —dijo— de una decisión fundada en un principio filosófico.
Algo más que "empanadas"
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Si bien es cierto que una parte importante de las medidas anunciadas por el gobierno debe pasar por el Congreso —lo que implica que su implementación definitiva aún se encuentra en suspenso—, ello no invalida la siguiente afirmación: no hay registros, en Argentina, de un ministro de Economía que haya utilizado un argumento moral para fundamentar una decisión de política económica. Sobre este asunto, me aventuro a formular tres comentarios preliminares.
El Plan de Reparación Histórica de los Ahorros tiene dos ejes: el popularmente llamado “dólar colchón” (atesoramiento declarado y no declarado) y la desregulación o simplificación del Impuesto a las Ganancias. Desde un punto de vista analítico y conceptual, se trata de asuntos de naturaleza diferente, pero el gobierno ha sido muy hábil en superponerlos y presentarlos como interdependientes. Para aquellos agentes económicos o ciudadanos que poseen atesoramiento no declarado, la interacción entre ambos ejes resulta evidente. Además, si esta oferta gubernamental se alinea con sus intereses, la medida resultará tan dulce como miel sobre hojuelas.
Sin embargo, existen otros actores económicos en situaciones distintas. Están quienes pueden beneficiarse con el eje impositivo, pero no tienen forma de sacar provecho del eje del atesoramiento; aun así, podrían terminar valorando de manera “neutral” a quienes sí se beneficien, pese a haber eludido en su momento la coacción tributaria. También están quienes esperan beneficiarse solo de manera indirecta del eje del atesoramiento, y encuentran en el eje impositivo (futuro) un aliciente adicional. Por último, hay quienes son indiferentes a ambos ejes, pero albergan la esperanza de que estas medidas resulten beneficiosas para el conjunto de la sociedad.
El gobierno ha sido astuto al presentar su decisión de este modo. Podemos denominar a esta estrategia efecto encuadre (o, en el lenguaje de antaño, “relato”).
Frente a este “relato”, la oposición más estatista reacciona con furia y exclama: “Esta medida es un manotazo de ahogado”. Y añade: “Se han quedado sin dólares”. Curiosamente, el gobierno coincide … aunque por razones muy distintas. Su respuesta es: dado que hay superávit fiscal y restricción monetaria, y como la economía está creciendo, resulta necesario remonetizarla. Y agrega: serán los actores económicos, de manera libre y voluntaria, quienes llevarán adelante ese proceso.
Así, el efecto encuadre se transforma rápidamente en una suerte de paternalismo libertario: una tipología particular de esquemas de gobernanza basados en la teoría del empujón (nudge theory), que puede sintetizarse del siguiente modo: el gobierno propone el mejor marco normativo posible para que ciudadanos y agentes económicos tomen sus mejores decisiones. El paternalismo libertario difiere profundamente del paternalismo clásico: confía en la libertad de acción.
En este escenario, adquiere relevancia la frase del ministro cuando exclamó —antes de su célebre comentario culinario—: “No esperamos nada”. En otras palabras, la intencionalidad que el observador podría atribuirle a la medida queda disimulada detrás de la declaración de libertad. Si el objetivo, agazapado detrás de la palabra Libertad, es la remonetización —o incluso una dolarización endógena—, entonces el éxito de la medida radica en un goteo sostenido a largo plazo; es decir, en miles de transacciones libres y voluntarias que transfieran el atesoramiento al circuito económico.
Si todo resulta bien, festejarán a lo grande. En caso contrario, siempre podrán decir: “Aquí no ha pasado nada”.
Finalmente, hay un asunto retorcido y moralmente ríspido que el gobierno evita abordar directamente, aunque muchos analistas ya lo han señalado. Me refiero al hecho de que esta medida trata de manera igual lo que se originó de forma desigual: el atesoramiento declarado y el no declarado.
El gobierno se esfuerza por reducir todo este asunto a una premisa sencilla: dado que el Estado, mediante el impuesto inflacionario, disolvía el valor del peso e impedía —legalmente— el acceso al mercado de divisas, resulta —según su razonamiento— una tarea prometeica trazar un patrón histórico ético y moral sobre la conducta de los agentes económicos y ciudadanos.
En este terreno, el gobierno bien podría llegar a decir: “Desde 2012, la señora vendada se desentendió del asunto”. Y podría añadir, con aparente autenticidad: “Nuestra tarea es mirar hacia adelante”. Para mirar al futuro —concluiría— es necesaria una amnistía general. Léase: el ejecutivo no puede juzgar el pasado, fue elegido para construir el futuro. Y eso, justamente, promete.
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