El capitalismo salvaje es un término que se acuñó en los años 70 para referirse a una clase de economía de libre mercado basada en un modelo reduccionista. Los beneficios se destinan al inversor de la empresa partiendo siempre de un único fundamento: la rentabilidad. El economista Bernardo Kliksberg señaló que el capitalismo salvaje crea monopolios y controla el mercado que, operando a través de las multinacionales, genera una gran desigualdad social. “Los pocos ricos son cada vez más ricos y la mayoría de pobres se vuelve cada vez más pobre”.
El "Dios Dinero", único Dios aceptado por todos
La delicada situación del planeta, contaminado y arrasado, que expulsa a millones de personas de sus tierras nos obliga a repensar el modelo de organización social, política y económica.
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Luces y sombras, contrastes y contradicciones, hipocresías y daños colaterales son parte de este sistema perverso. El rol de las religiones se desvanece cediendo frente a la codicia de los poderes concentrados que tienden a la acumulación desmedida: el “Dios Dinero”. La otra cara es la miseria, el hambre y la destrucción sistemática de nuestro planeta. Las riquezas se concentran año tras año en forma sicalíptica mientras la indigencia y la miseria crece y se expande sin límites.
La desigualdad entre los hombres y las naciones se ha multiplicado en forma obscena, las 11 personas más ricas del mundo acumulan en sus carteras más riqueza que la mitad de la población más desamparada, unos 3.600 millones de personas. La concentración en manos de corporaciones es el equivalente a la suma de los PBI de las dos economías más grandes del globo. Según Oxfam, movimiento global que trabaja para combatir la desigualdad y acabar con la pobreza, la razón de la alta concentración de la riqueza en unos pocos y el aumento del número de carentes es clara: las políticas económicas de los gobiernos del mundo que han favorecido a los capitales en detrimento de los más necesitados. Este sistema perverso de acumulación que potencia la concentración de riqueza y amplifica la desigualdad, nos interpela.
La delicada situación del planeta, contaminado y arrasado, que expulsa a millones de personas de sus tierras nos obliga a repensar el modelo de organización social, política y económica. La pandemia de COVID-19 desató una crisis sin precedentes. La brecha entre ricos y pobres es más grande de lo que se esperaba. Un informe de situación revela que las personas más vulnerables (los niños, ancianos, discapacitados, migrantes y refugiados) son las más gravemente afectadas por la pandemia de COVID-19. Los Gobiernos del mundo no han podido gestionar de forma asertiva la acumulación ilimitada de las corporaciones.
Las medidas para luchar contra este flagelo invisible y silencioso no alcanzan, tampoco ha sido abordado como lo que es: un peligroso problema global. Los políticos e instituciones deberían priorizar esta grave situación. La desigualdad trae aparejado malestar social, deterioro de la salud, aumento de la violencia y disminución de la solidaridad. La ambición, la codicia y la avaricia conducen al planeta hacia la devastación de los ecosistemas, la destrucción indiscriminada de la biodiversidad y la depredación de las especies.
El cambio climático que estamos padeciendo como consecuencia de una profunda degradación del medio ambiente, condiciona nuestro presente y amenaza el futuro de todos los que habitamos este planeta.
Ese Dios Dinero, venerado por todos, somete a la mayor parte de la humanidad, que vive con menos de 10 dólares por día. Mientras que uno de cada diez seres humanos está hundido en la miseria, la concentración de riquezas en las corporaciones no tiene quien las controle.
Abogado y analista internacional.
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