26 de diciembre 2020 - 08:57

¿Vamos a o venimos de la dolarización?

Rechazada por la academia y rotulada como inaplicable, una idea se atrinchera mientras espera su turno.

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Gentileza: Head Topics

"Dolarizan la economía” tituló Clarín el 21 de marzo de 1991 cuando fue lanzada la convertibilidad. El copete fue meridianamente claro: “todo el esquema depende de que el Gobierno no gaste más de lo que recauda; si lo hace se romperá la paridad con el dólar y volverá la inflación”.

La bajada del título refleja la lucidez argentina que emerge cuando tenemos la soga al cuello, en ese caso, después de dos hiperinflaciones.

Lo que sucedió en 1991 fue una dolarización casi total, excepto del circulante. Se podrá decir que los billetes verdes para entregar la totalidad de los depósitos nunca estuvieron, pero ¿qué país los tiene inmediatamente?

Que en 2002 se hayan tenido que romper prácticamente todos de los contratos existentes en el país prueba que efectivamente fue una dolarización. Lo que pasa es que estamos acostumbrados a que los contratos no se respeten. Y, aún así, el gobierno de Eduardo Duhalde fue inagotable en el terreno de no cumplir con lo firmado.

Los beneficios de adoptar una moneda dura son conocidos: el principal no es tirarle con bazuka a la inflación, sino generar una certidumbre clave en la economía más inestable del globo.

De todas maneras, nada nos asegura que la dolarización termine con el déficit fiscal y éste es su mayor punto débil. Sería como comprarse ropa dos talles más pequeños esperando que eso nos obligue a adelgazar. La mejor crítica a una posible adopción de la moneda de EEUU la hizo el profesor de la Universidad Di Tella Constantino Hevia en su artículo “La dolarización es una mala idea”. Lo escribió en medio del festival de devaluaciones macristas de 2018. Y lo cierto es que el gobierno del PRO nunca evaluó seriamente dolarizar, ni cuando -gracias al FMI- tenía los billetes para hacerlo. La respuesta pública en ese momento la dio el ex Jefe de Gabinete Marcos Peña: “Es un disparate”.

El profesor Hevia nos enumera los perjuicios: manos atadas ante shocks externos, pérdida del señoraje (2% del PBI que se podría emitir sin generar inflación) y el Banco Central no podría ser más el prestamista de última instancia. Los costos superan a los beneficios, asegura. Y nos invita a seguir el camino que recorrieron nuestros vecinos para vencer a la inflación: el célebre “paso a paso” que también predica Roberto Lavagna. Lastimosamente, ese vía crucis de país normal la Argentina elige, una y otra vez, no transitarlo.

Del otro lado del ring académico está el profesor de la Universidad del CEMA Jorge Ávila que aborda seriamente el tema, a diferencia de economistas con posgrado en panelismo televisivo.

Hoy, el gobierno no tiene ni por asomo los billetes verdes para enfrentar una dolarización, pero el profesor Ávila nos responde que eso es solucionable con un préstamo a largo plazo que nos otorgue el Tesoro de Estados Unidos.

La cuestión nacionalista suele esgrimirse como un obstáculo, pero ese punto carece de fuerza: fue el peronismo fue el que lanzó la convertibilidad en 1991. Otro ejemplo: los mismos que -con argumentos ultranacionalistas- llamaron en 1984 a abstenerse en el plebiscito del Beagle fueron los que apoyaron el entreguismo con Malvinas durante la presidencia de Carlos Menem. La historia nos enseña a confiar en la plasticidad del PJ.

¿Quiénes apoyan la dolarización? Acá se complica porque algunos cambian de posición cada trimestre. Con los libertarios no se pisa sobre seguro en casi ningún tema, excepto en su amor por los micrófonos. El portal de derecha más visitado de la Argentina -que la vicepresidenta relaciona a la embajada de EEUU- cada tanto publica la nota de algún economista poco conocido a favor de la dolarización con argumentos un tanto rudimentarios. Ricardo López Murphy se ha declarado reiteradamente en contra. José Luis Espert a veces sí, a veces no.

Pero más allá de todo ese vedetismo, lo cierto es que los libertarios tienen buenas chances de que les vaya electoralmente mejor en el año que tendrá -al menos- 45% de inflación, 2021, si se convierten en un grupúsculo cabalgando sobre un solo tema. Un partido monotema. Sus otras propuestas son tan ininteligibles que, la verdad, necesitan que el electorado los vea como un vehículo para traspasar una única meta.

Esa meta podría ser la consolidación fiscal, pero esta no es una cuestión ni superficial ni simple en la Argentina. El analista económico Ricardo Arriazu la aborda con una perspectiva de décadas. El Estado es tomado como un botín. Aunque el mayor saqueador y quien le ocasiona mayor perjuicio al Estado es el gran empresariado prebendario, las otras clases sociales reciben subsidios -a veces encubiertos, a veces no- a través del empleo público la clase media y la multiplicación de planes sociales la clase baja. Cada clase social acusa a la otra de parasitaria y esas acusaciones quedan reflejadas en el escenario electoral. Por ejemplo, el antikirchnerismo y los liberales suelen señalar al empleo público provincial o a las jubilaciones sin aportes -que efectivamente son un subsidio-, pero nunca a las activos rentables del Estado que pasaron a manos del mejor amigo del anterior presidente, lo que es sólo un ejemplo del saqueo -ya sistémico- que hace la burguesía local.

Con el pensamiento mágico argentino soluciones “de una vez y para siempre” se han puesto en práctica para cerrar el agujero fiscal, como las privatizaciones, acusando a las empresas del Estado de ser las culpables del déficit. Incluso el desfinanciamiento de las Fuerzas Armadas o la estatización de las AFJP se vieron como formas de cerrar la brecha entre ingresos y egresos. El país igual busca una nueva forma de seguir viviendo por encima de sus posibilidades. Y siempre lo logra.

Los libertarios y liberales apuntarían a un universo más pequeño de votantes si insisten en este tema, porque invariablemente tomarán partido por las poquitas familias que, por ejemplo, no quieren pagar un aporte extraordinario por la crisis que genera la pandemia.

En resumen, el mayor inconveniente para la dolarización es, naturalmente, el gran problema estructural de nuestra economía: gastamos más de lo que recaudamos.

Por eso la convertibilidad sólo pudo ser lanzada con las licuaciones de gastos del Estado que forjaron las dos hiperinflaciones. Pero hubo más: antes también se tuvieron que confiscar depósitos privados con el Plan Bonex mientras se remataban las empresas más apetecibles del Estado, las joyas de la abuela. Recién ahí el país estaba listo para usar la moneda norteamericana como propia.

¿Cómo se logra eso ahora? Aquí se abre la discusión de si el dólar tiene que entrar por la puerta o por la ventana. Por la puerta sería que no compita con ninguna otra moneda, desterrar el bimonetarismo, pero sí permitir que circulen cuasimonedas, papelitos de colores para generar liquidez, que irían directo a la base de la pirámide socioeconómica. Otra opción para lograr liquidez es permitir la circulación de una mínima cantidad de moneda propia, como hace Ecuador. Otra es que la dolarización sea asimétrica, que incluya el gran ajuste en su implementación. Los más afortunados serían dolarizados a 85, los menos a 200.

No nos olvidemos de los que quieren ingresar al dólar por la ventana, como Domingo Cavallo. Que el dólar sea legalizado, que compita con el peso. Una moneda para ricos y otra para pobres. Sería blanquear lo que hoy ya es un hecho. En este esquema, de a poco, el dólar iría reemplazando al peso. El problema con esta idea es que si el dólar se mete por la ventana, también se lo puede tirar por la ventana.

Por eso hay defensores de la dolarización total y final, como el corredor de Bolsa y activo tuitero Mauro Mazza, que insisten en que la dolarización tiene que entrar por la puerta grande para no irse nunca más. Quemar la naves.

Dolarizar, reconozcamos, es una idea un tanto bizarra, representa otro atajo, y, a primera vista, es impracticable. Pero, en definitiva, ¿En qué tipo de país vivimos?

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