Hay líderes que no conducen: doman. Son los que confunden la conducción con el control, la disciplina con el sometimiento, la lealtad con la obediencia. Su poder nace del miedo ajeno y muere con el primer viento de libertad. En su lógica, lo imprevisible —la creatividad, el genio, la disidencia— no es un recurso sino una amenaza. Domar, para ellos, es la forma más cómoda de gobernar. Y, como todo domador, creen que el caballo les pertenece más cuanto menos brío conserva.
El liderazgo que mata talento: sobre domadores y desiertos
Una reflexión sobre el liderazgo y sus límites, que pone en evidencia cómo las organizaciones, los gobiernos y las personas se enfrentan al mismo dilema: dominar o conducir.
-
Liderazgo C-Level: la solidez ejecutiva que forja la competitividad en un escenario local con nuevas exigencias
-
Liderar equipos, del conocimiento al coraje de la conducción
El verdadero liderazgo no consiste en domar voluntades, sino en inspirarlas a galopar en la misma dirección.
Borges escribió en Los dos reyes y los dos laberintos que hay laberintos de piedra y otros de arena. El primero encierra; el segundo disuelve. En el desierto no se pierde el cuerpo, se pierde la orientación. Algo similar le ocurrió al domador de esta parábola. Tenía un caballo magnífico, de pura sangre, que lo había acompañado en sus mejores días. Pero, temeroso de su ímpetu, decidió “educarlo” hasta volverlo dócil. Lo privó de su instinto, de su fuego, de su iniciativa. Cuando el destino los arrojó al desierto, el domador creyó que podría salvarse con el mismo método que lo había hecho poderoso: imponiendo. Pero el caballo, domesticado hasta la resignación, ya no quiso galopar. Y así, entre dunas infinitas, ambos se hundieron. No por falta de agua, sino de espíritu.
El desierto como prueba de verdad
Toda organización atraviesa, tarde o temprano, su propio desierto: un período de crisis, desorientación o agotamiento. Puede adoptar la forma de una recesión, de una guerra, de un cambio tecnológico o cultural. En esos momentos, las estructuras que habían parecido sólidas se vuelven arena. Lo que era jerarquía se vuelve peso. Lo que era obediencia se vuelve silencio.
Y entonces emerge una verdad incómoda: solo los divergentes pueden encontrar la salida. Solo quienes conservan el coraje de pensar distinto —de ver donde otros se repiten— pueden abrir caminos nuevos.
El problema es que, cuando llega ese momento, muchas organizaciones ya los han expulsado. Los domadores no soportan la inteligencia indómita; prefieren rodearse de aduladores que aplauden incluso mientras el barco se hunde. Y así, cuando llega el desierto, no queda quien sepa orientarse.
El ejemplo empresarial: Nokia y el precio del control
Durante la década del 2000, Nokia era sinónimo de teléfono móvil. Pero en el corazón de esa empresa aparentemente perfecta reinaba un clima de miedo. Las ideas que desafiaban las estrategias oficiales eran desestimadas; los ingenieros que advertían sobre el avance de Apple y Google eran ignorados o silenciados.
Dominaba una cultura jerárquica en la que la innovación debía pasar por demasiados filtros y donde la conformidad era premiada más que la creatividad.
Un estudio posterior de Vuori y Huy (2016) reveló que la caída de Nokia no se debió solo a la competencia externa, sino al “terror organizacional interno”: una cultura en la que los líderes castigaban la crítica y los empleados preferían callar antes que disentir.
La empresa había domado a sus propios caballos. Cuando llegó el desierto tecnológico del smartphone, ya no quedaban bríos para galopar hacia una salida.
El ejemplo bélico: Hitler y el ocaso del mando absoluto
En el terreno militar, el caso más extremo fue Adolf Hitler durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. Obsesionado con controlar cada detalle, impuso decisiones tácticas erráticas, prohibió la retirada aun en situaciones insostenibles y degradó o ejecutó a los generales que se atrevían a disentir.
El resultado fue el colapso del ejército alemán, no por falta de recursos —al menos al inicio— sino por la anulación del juicio independiente de sus comandantes.
Clausewitz había advertido que en la guerra, como en la política, el mando absoluto destruye la adaptabilidad: “En el campo de batalla, el azar y la fricción son leyes; sólo la libertad inteligente puede responderles”.
Hitler, en cambio, quiso ser el domador del destino. Y cuando el frente oriental se convirtió en un desierto de nieve y fuego, sus tropas —privadas de iniciativa— se hundieron con él.
Teología, filosofía y management: tres miradas sobre la misma herida
Hans Urs von Balthasar decía que “gobernar es servir”, y que el poder que no se entrega se pudre en sí mismo. Peter Drucker lo tradujo al lenguaje empresarial: “La tarea del liderazgo es elevar la visión de las personas a niveles más altos de desempeño”. Ambas frases son el reverso exacto del instinto del domador: aquel que necesita rebajar al otro para sentirse superior.
Nietzsche, por su parte, nos recordó que “el hombre de mando” solo es tal cuando es capaz de despertar en los demás el deseo de mandar sobre sí mismos. El verdadero liderazgo no suprime voluntades, las organiza en torno a un sentido. El falso liderazgo las neutraliza para dormir tranquilo.
Domadores y desiertos contemporáneos
En América Latina, sobran ejemplos de organizaciones y gobiernos que se estancaron por temor al talento rebelde. Los “domadores” son fáciles de reconocer: detestan a quienes piensan por cuenta propia, usan el mérito ajeno como trofeo y la lealtad como mordaza.
Pero el tiempo los delata. Porque los aduladores no crean, los mediocres no arriesgan y los adaptados no salvan a nadie cuando el sol del desierto empieza a caer a plomo.
En los desiertos institucionales —esos momentos de crisis profunda donde los indicadores se derrumban, la gente se desmotiva y la brújula se extravía—, solo los espíritus no domados pueden reconocer las estrellas. Son los que se atrevieron a pensar distinto cuando pensar distinto era peligroso. Los que fueron llamados “conflictivos” por tener razón antes de tiempo.
El precio de domar
Toda organización que elimina a su disidencia, elimina su futuro. El domador del desierto creyó que su poder era el control; en realidad, era el caballo. Y cuando el caballo perdió sus bríos, el domador perdió su destino.
La moraleja es tan antigua como inevitable: el poder que no deja galopar termina caminando solo. Quizá el mayor acto de liderazgo sea, precisamente, soltar las riendas. Porque solo quienes confían en la fuerza indómita de sus equipos podrán atravesar los desiertos que vienen.
Por Mauricio Vázquez, Analista y Director de consiliari.com.ar.
- Temas
- liderazgo




Dejá tu comentario