El funcionario en cuestión aún completaba su organigrama meses más tarde de haber sido designado. Su entorno inmediato ya estaba en funciones, pero la enorme estructura del organismo nacional que le había tocado en suerte, demandaba esfuerzos extras para completar la plantilla. El funcionario entonces mandaba:
La sobrestimación política de la maldad
En el Mundo Clásico no podía pensarse la política sin algún tipo de compendio ético, en el mundo actual no puede hablarse de ética sin ser tildado de ingenuidad política.
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“Traigan a los malos. Necesitamos de esa gente que parece soberbia, es soberbia, y vive como soberbia. Ese que entra sin saludar. Que cuando tiene que dar un codazo, lo da. El que no mira a los costados nunca. Esa es gente para la política. Si sabe o no sabe, lo dirá la historia”. Una mesa caoba descomunalmente grande que ostentaba el enorme sillón del funcionario en su cabecera, su séquito más fiel y este cronista circunstancial, fuimos los testigos de la escena.
El telón se cierra para abrirse meses más tarde. El funcionario va rumbo hacia un despacho de mayor porte. Lo citaron muy temprano en la mañana. Está convencido que van a promoverlo. Que el ansiado ministerio llega. Se puso su mejor traje y hasta esos gemelos que guarda para especiales ocasiones. Su secretaria, quien lo acompaña a todas partes, revisa en su teléfono las noticias del día. En un momento empalidece. Los principales periódicos titulan lo que él aún no sabe: fue removido del enorme organismo, lo citan con la decisión tomada. Alguien filtró la noticia para que la puñalada sume ponzoña. No hay ministerio ansiado. Solo una vuelta al ostracismo.
“No es el modo de enterarse. Hay códigos, y encima es un amigo. Actuó con maldad”, diría ese mismo día al volver a ordenar el traspaso de poder que para entonces ya era inminente. Los magros resultados de una gestión signada por la falta de capacitación de los funcionarios menores y condenada por la imposibilidad de cooperación entre éstos, lo habían dejado fuera de juego.
En los claustros filosóficos se suele afirmar que a partir de Maquiavelo, la ética y la práxis política quedaron para siempre escindidos. Si en el Mundo Clásico no podía pensarse la política sin algún tipo de compendio ético, en el mundo actual no puede hablarse de ética sin ser tildado de ingenuidad política.
Sin embargo, la esencia de la política no es otra que la búsqueda pacífica de elementos que favorezcan la convivencia entre seres que esencialmente se necesitan unos a otros, y por ende la amalgama entre los humanos no dista de ser definida por algún tipo de comportamiento político de raíz ética, que sea considerado favorable al fortalecimiento de la cooperación. Fenómeno que puede ser rastreado incluso en otros mamíferos menores.
La lucha por el poder, de todos modos, no carecerá jamás de un apartamiento estratégico del comportamiento ético. Sin embargo, el error principal de las elites dirigentes argentinas, es no comprender que esa lucha por el poder no puede ser constante y que resulta imprescindible generar prácticas culturales y mecanismos institucionales que favorezcan mayores períodos de gobernanza alejados de la agonalidad que se extrema en los momentos electorales, y que lamentablemente persiste y se manifiesta luego también en el criterio de selección de ministros y cuadros técnicos, así también como al intentar destruir la reputación de posibles adversarios de otras fuerzas, o mediante la promoción estratégica de la discordia al interior de los equipos de gobierno, en una versión vernácula y berreta del divide et impera.
En 2018 Unicef alertaba sobre el 48% de jóvenes argentinos que se encuentran por debajo de la línea de la pobreza. Debiera bastar este indicador, aunque existan muchos otros, para comprender que nuestra visión política, signada por la celebración de la astucia destructiva que se encarna en el folklore de la “viveza criolla” y exaltada en ese elogio de la maldad costumbrista, no ha sido hasta el momento más que una práctica de cortas miras con la que impedir el ascenso de un competidor, o vencer tal vez al adversario circunstancial, pero nunca a la pobreza y el subdesarrollo estructural.
Último acto. El telón vuelve a abrirse años más tarde. En aquél despacho de mayor porte en que se daba fin a la carrera del funcionario, contemplan sorprendidos los resultados de una elección catastrófica. Nadie sucumbe a la osadía de decir palabra alguna. Sin embargo en una de las mentes presentes, alguien recuerda a Borges y recita, en silencio preciso: «Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado ser más buenos».
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