Antes tenía la certeza de que su finalidad era casarse y tener hijos. Luego, a principios de siglo, se suponía que el éxito profesional implicaba la renuncia a la posibilidad de fundar una familia. Estas ideas han ido cambiando. Actualmente se sabe que no toda su realización se ubica en la maternidad ni en el matrimonio. Se dice que los sujetos son construídos por los valores presentes en su cultura, y el “ser mujer” no es una excepción.
La mujer como construcción social: maternidad, matrimonio y más allá
Conciliar sus distintos aspectos ha sido siempre un dilema para la mujer. El sentimiento más frecuente con el que se presenta la mujer es la culpa por sentir que no rinde lo que debería en sus diferentes áreas de desempeño.
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Desde tiempos remotos la mujer tuvo un trato desigual en relación al varón: aquella que cometía adulterio era tratada con extrema dureza, a diferencia del marido que sólo si tenía relaciones con una mujer ajena podía ser castigado (como cómplice de ésta) y sólo a pedido del engañado.
La Historia nos cuenta que en la época arcaica las mujeres eran tomadas como objetos de intercambio. Podían ser robadas o compradas. Eran consideradas como “bienes” de valor fundamental, cuya escasez obligaba a su distribución de forma equitativa para evitar su acaparamiento en provecho de algunos.
Según la Biblia, Adán fue creado por Dios, quien al verlo solo decidió que necesitaba una compañera. Le dio forma a partir de la costilla del hombre. La serpiente -personaje femenino- tentó a Eva quien comió del fruto prohibido, dándole a su vez de comer a Adán. Esta falta de obediencia les habría causado a ambos la expulsión del paraíso. El mito bíblico no deja bien parada a la mujer: es creada de una “parte” del varón con la finalidad de acompañarlo. Y además sería vista como la culpable de la expulsión por comer del árbol de la ciencia del bien y del mal...
En la mitología griega, Hestia es la diosa del hogar y la familia. Se la caracterizó como una diosa pacífica, inventora del arte de construir casas y proteger los sentimientos de los cuales dependía la armonía conyugal y la felicidad familiar. Dice la leyenda que casi nunca salía de su hogar, el Olimpo. Tenía el don de la pureza por haber elegido permanecer virgen, sacrificando así los aspectos pasionales de su femineidad.
La unión matrimonial tenía un carácter no erótico sino económico y era de suma importancia. Dependía del “principio de reciprocidad” que instituía para el hombre la obligación de dar una mujer de la propia familia y a su vez habilitaba el derecho de recibir una de otro grupo social.
Poseer una esposa era signo de poderío y status. La cantidad de esposas dependía de la capacidad del varón para mantenerlas, ya que su función era la procreación. Mujeres que habían dado a luz antes de casarse eran consideradas más valiosas que las otras, dado que esto era prueba de su fertilidad. La castidad no era considerada una virtud, sino un defecto. Su salud se deterioraba con facilidad, debido a la frecuencia de sus embarazos y los duros trabajos que realizaban. Por este motivo era frecuente que solicitaran a su esposo la adquisición de otra esposa, quien -lejos de generar celos- era recibida con alivio y alegría.
Remitiéndonos a épocas no tan lejanas, a fines del siglo XIX en nuestro país, el adulterio estaba incluído dentro de los delitos contra la honestidad, y castigaba con prisión de un mes a un año a la mujer que cometiera adulterio y al “codelincuente”. Establecía una diferencia con el hombre a quien castigaba sólo cuando mantuviera una relación extramarital con permanencia (manceba) para configurarse en delito.
Era frecuente que el padre proporcionara una dote a su hija, sin la cual le era muy difícil casarse. Esta suma de dinero era administrada por su marido, no pudiendo ella disponer de ésta. Existían sólo tres destinos para la mujer: el casamiento, la reclusión en un convento o la servidumbre.
Las teorías de Freud acerca del desarrollo psicosexual femenino se basaron en la existencia de la “envidia del pene” al varón. Para este autor, el sexo “standard” era el masculino. El descubrimiento de la diferencia anatómica llevaría a la niña a sentirse mutilada y, por lo tanto, inferior.
Pero posteriormente varios estudiosos dentro del psicoanálisis (Mauricio Abadi, A. Aberastury, E. Salas, entre ellos) describieron la existencia de la envidia del hombre hacia la mujer por su capacidad maternal, función que representaría para ella una garantía de sobrevida ante la angustia de muerte. La imposibilidad de la maternidad para el hombre es mencionada aquí como una frustración. Es más, postulan que existirían determinadas etapas de la infancia en el varón en quien surgiría un anhelo de tener un hijo en su vientre – y de jugar “a la mamá”, por ejemplo- tendencias que luego son fuertemente reprimidas por la cultura.
Otro aporte importante de D. Winnicott es la existencia de elementos femeninos y masculinos tanto en el hombre como en la mujer, que forman parte de la identidad integrada y normal de todos los seres humanos.
Han aparecido múltiples ideales dependientes de cada cultura, que frecuentemente entran en pugna con la vida doméstica. La mujer afronta grandes exigencias: debe saber llevar adelante su hogar y ejercer una sexualidad satisfactoria con su marido, tiene que dedicarse a la crianza y educación de sus hijos, debe trabajar y ser independiente económicamente, etc. Al mismo tiempo, las características propias de una sociedad en la que se valora cada vez más la estética hacen que deba dedicar tiempo y dinero a su aspecto físico. Otra particularidad de nuestra época es que a veces ni siquiera puede disfrutar con plenitud de la maternidad. En una sociedad altamente mecanizada que tiende a lo “antiinstintivo” teme que su cariño pueda dañar a su hijo “malcriándolo”. Por este motivo algunas de las consultas actuales consisten en “autorizarlas” -o a enseñarles- a jugar con sus hijos, a mimarlos y abrazarlos.
El sentimiento más frecuente con el que se presenta la mujer es la culpa por sentir que no rinde lo que debería en sus diferentes áreas de desempeño.
Pero cuando puede superar estos conflictos -en parte ocasionados por las imposiciones culturales-, dejar de lado las rivalidades y resentimientos ancestrales con el varón y funcionar en complementariedad con éste, puede desarrollar plenamente su potencial. Para los hijos, el ver a su madre disfrutando de su trabajo y de su relación de pareja, por ejemplo, los habilita para construir un mundo propio y a su vez los preserva del riesgo de culpas e inhibiciones al momento de abandonar el hogar familiar.
Por otro lado, se han producido últimamente importantes modificaciones en algunas leyes, que sin duda tienen -o tendrán- fuerte incidencia en la subjetividad femenina de este tiempo.
Una de ellas es la que abarca la forma de inscribirse y nombrarse frente a la sociedad en el matrimonio: cualquiera de los cónyuges puede ahora optar por usar el apellido del otro con la preposición “de” o sin ella. Además, los hijos pueden llevar el apellido del padre, de la madre o ambos. Hasta antes de esta reforma, el apellido materno “se perdía” para el hijo -y con éste también un signo que formaba parte de su identidad-. Sólo se perpetuaba el paterno.
Paradójicamente, en la vida familiar, los hijos “pertenecían” a la madre quedando el padre en posición periférica y en lugar de visitante, en caso de divorcio.
Se perfila de esta forma el cambio de paradigma de la supremacía y posesión del hombre sobre la mujer que rigió la institución matrimonial desde sus orígenes. Se resquebraja también el modelo mediante el cual se entendía que la mujer “era del varón”. Actualmente parecería vislumbrarse que cada uno de los cónyuges podría “ser del otro” -si así lo decidieran- y que ambos tendrían algo valioso para darse el uno al otro, cuestión que quedaría ubicada más allá del género de ambos.
Ya no se menciona la preferencia materna al momento de otorgar el cuidado personal de los hijos, ni aunque sean menores de 5 años.
Hoy se habla de “identidad de género autopercibida” -entre las cuales se concibe el sentirse mujer- privilegiándose la vivencia interna de la persona respecto de su sexo y no la derivada de la mirada del entorno ni de los órganos sexuales con los que nace.
En estos meses de pandemia y cuarentena casi todo volvió a transcurrir dentro del ámbito familiar. Se instauraron para todos -y especialmente para la mujer- nuevas exigencias. O podría decirse también que desarrolló nuevas habilidades: de hacer home-office y a la vez limpiar la casa y cocinar; de ocuparse de la escolaridad virtual de los hijos; de mantener los ritmos y las rutinas; de funcionar como “mediadoras” en las peleas entre hermanos; de cuidarlos sin sobreprotegerlos, de estimular horas de juego, de mantener la paz familiar... Lamentablemente también se incrementó el número de femicidios, que se sigue anunciando como “la otra pandemia”. Esto conmocionó al mundo “psi” y a otras disciplinas que trabajan con problemáticas de género. Puso en evidencia la necesidad de diseñar nuevos abordajes y protocolos para proteger y asistir a quienes resultan más vulnerables, además de repensar la complejidad de los vínculos familiares, sobre todo en momentos de crisis.
(*) Lic. en Psicología. Psicoanalista. Especialista en niños y adolescentes. Integrante del Departamento de pareja y familia de A.P.A. Autora del libro "La familia y la ley. Conflictos-transformaciones".
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