17 de julio 2025 - 09:12

Tecnología y globalización: el nuevo contrato social en crisis

La globalización y el avance tecnológico transformaron radicalmente el mercado laboral, ampliando desigualdades y dejando atrás a millones. Lejos de un progreso equitativo, el nuevo paradigma privilegia al capital y al conocimiento, mientras debilita el rol del trabajo tradicional.

El desafío actual: recuperar el control democrático y reescribir las reglas del juego económico en clave de justicia social.

El desafío actual: recuperar el control democrático y reescribir las reglas del juego económico en clave de justicia social.

La revolución tecnológica y la globalización han sido las dos fuerzas tectónicas que reconfiguraron el mercado laboral global en las últimas décadas. Juntas, desplazaron los cimientos del trabajo tradicional y quebraron antiguas certezas del capitalismo democrático. Pero lejos de integrarse armoniosamente, han generado una tensión creciente entre capital y trabajo, entre el Norte y el Sur, entre los ganadores del conocimiento y los excluidos del modelo productivo.

La apertura de la economía mundial permitió a los empresarios sustituir trabajadores calificados por mano de obra más barata, muchas veces menos calificada, en otras latitudes. Las diferencias salariales entre países fueron explotadas por el capital como ventaja competitiva: el comercio y la relocalización de procesos productivos (outsourcing) favorecieron a las empresas, pero dejaron atrás a millones de trabajadores que no pudieron reconvertirse.

La evidencia es contundente: el capital se movió libremente en un mundo sin fronteras, mientras que el dependiente permaneció atado a su lugar de residencia, enfrentando la competencia desleal del que cobra menos en otro país. Se sustituyeron dependientes bien pagos por fuerza laboral más barata, ampliando así la desigualdad dentro de los países ricos.

La tecnología, lejos de ser un factor neutro, se convirtió en el principal agente de cambio en el mercado laboral. La automatización y la inteligencia artificial aumentaron la productividad, sí, pero también generaron un desempleo estructural disfrazado: se destruyeron empleos medios y poco calificados, mientras que los salarios de los trabajadores universitarios, aunque aumentaron, lo hicieron más por escasez de oferta que por expansión de la demanda. Esto se aleja radicalmente de la teoría del “ajuste compensatorio” clásico, donde se esperaba que la tecnología desplazara trabajadores, pero a la vez creara nuevas oportunidades de igual o mayor calidad. Lo que vemos hoy es otra cosa: un mercado que premia la alta calificación, y relega a los demás a empleos de baja productividad o directamente al desempleo.

El impacto más profundo no provino sólo del comercio o la relocalización industrial, sino del avance demoledor de las TIC. Estas integraron la producción global, deslocalizaron servicios, complejizaron los mercados financieros y detonaron una explosión sin precedentes de los flujos de datos.

En ese nuevo tablero, el rendimiento relativo de la mano de obra titulada se disparó. Los ganadores: quienes manejan software, datos, redes y procesos abstractos. Los perdedores: quienes dependen del trabajo físico o manual, incluso en sectores antes protegidos como el transporte, la educación básica o la manufactura.

Los impuestos, que podrían haber equilibrado esta asimetría, fracasaron. Mientras la globalización avanzaba, las políticas fiscales nacionales se volvieron impotentes o cómplices. El esfuerzo tributario para mitigar la desigualdad antes y después de impuestos se redujo o se mantuvo ineficaz. El capital, globalizado, siempre encontró una vía de escape.

No se trata de detener la tecnología ni de retroceder en la globalización, sino de rediseñar las reglas de juego. El conflicto ya no es sólo económico, sino profundamente político: hay que recuperar el control democrático sobre los procesos que hoy parecen guiados únicamente por la lógica del mercado y los algoritmos.

La tecnología puede ser aliada del trabajo si hay instituciones fuertes, políticas fiscales progresivas, inversión en capacitación y una arquitectura internacional que obligue a las empresas a pagar allí donde producen valor real.

El gran dilema es: ¿queremos un mundo donde la eficiencia técnica prime sobre la justicia social? ¿O estamos dispuestos a repensar la economía global con un norte más humano y equitativo?

Abogado. Especialista en trabajo y empleo. Magíster en Empleo y Políticas Públicas. Diplomado en Inteligencia Artificial Aplicada a la Gestión.

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