1 de diciembre 2025 - 17:11

¿Batalla cultural o batalla contra la cultura?

El INCAA es el caso más notorio de desfinanciación. Debido a esto, la concurrencia total a salas de cine en Argentina en 2025 fue la peor de las últimas décadas.

La necesidad de garantizar el derecho a la cultura, la diversidad de lenguajes y la custodia de la tradición. 

La necesidad de garantizar el derecho a la cultura, la diversidad de lenguajes y la custodia de la tradición. 

El primer cuarto de siglo está terminando con menos luces que sombras. Pero sus luces, o más bien sus certezas, están lejos de acarrear el optimismo que siempre conlleva el progreso; más bien despiertan cautela, cuando no alarmas, ante el giro tecnológico profundo que se abrió y aceleró vertiginosamente en los últimos dos años. Aún no es posible evaluar si la irrupción de la inteligencia artificial en la vida cotidiana producirá, en la humanidad, una contribución invaluable o un apocalipsis intelectual y laboral. Lo esencial ya está planteado: la civilización atraviesa un punto de inflexión ineludible.

Pero ese giro, además, no ocurre en un mundo feliz sino en otro por completo distinto del que se soñó, ingenuamente, con la caída del Muro de Berlín, cuando hasta se llegó a desvariar con la ilusión del “fin de la historia”. Antes que terminar, una nueva historia recién empieza.

Occidente transita un escenario impensado que recuerda, por momentos, el de hace una centuria: resurgimiento de fundamentalismos, odios étnicos y religiosos, xenofobia y guerras prolongadas, de la mano con el avance de la derecha política. Esa derecha que considera que la cultura no es producción y promoción de bienes intangibles y vitales, sino un lujo prescindible que conspira contra el equilibrio de las cuentas de los gobiernos.

El retroceso del sostén estatal a la producción cultural no es exclusivo de nuestro país, pero aquí adquiere ribetes dramáticos, cuando no grotescos. Aunque el gobierno retrocedió en su amenaza inicial de disolver entes neurálgicos como el INCAA, el Fondo Nacional de las Artes o el Instituto Nacional del Teatro, sus presupuestos y funciones se redujeron notoriamente, en algunos organismos más que en otros. La respuesta social inmediata —marchas, comunicados, movilizaciones, acción parlamentaria— logró frenar los cierres, pero no el recorte.

La cultura

Todo esto ocurre en un marco de polarización política sin antecedentes. Del lado oficial y paraoficial se habla de una “batalla cultural”, para la oposición existe, llanamente, una batalla contra la cultura. Más allá del irreconciliable debate ideológico, hay un concepto que debería ser de Perogrullo pero que, evidentemente, no lo es: a los bienes culturales generados por el Estado debe exigírseles calidad, pero no “rentabilidad” como si se trataran de acciones bursátiles. La cultura —como bien colectivo, como memoria, como potencia crítica y reflejo de un momento histórico— no puede cifrarse en utilidades.

La tarea primordial para evitar derroches, clientelismo o corrupción no es despojar al Estado de su función, sino dotarlo de organismos autónomos, comités de expertos, transparencia, pluralidad y descentralización. No se necesitan gerentes que piensen en términos de mercado, sino árbitros capaces de seleccionar proyectos con criterios artísticos y sociales.

De allí que el mantenimiento de estos organismos —y su articulación con artistas, colectivos, editoriales, salas barriales, bibliotecas populares— no constituye una dádiva, sino una política pública esencial. No se trata de subsidiar “arte elitista”, sino de garantizar el derecho a la cultura, la diversidad de lenguajes, la custodia de la tradición.

Hace unas cuatro décadas, la “primavera cultural”, al fin de la dictadura, representó una explosión: cines y teatros llenos, nuevos cineastas y dramaturgos nacionales con proyección internacional, visitas de intelectuales y artistas de primer nivel —de Luigi Nono a Gillo Pontecorvo, de Luis García Berlanga a Lindsay Anderson y Lina Wertmüller—, y un cine local que conquistaba Cannes y Hollywood con “La historia oficial”. La Argentina recuperaba la democracia y volvía al mundo. Deprime comparar ese período con un presente en el que la única película que exaltó y recomendó el Poder Ejecutivo fue “Homo Argentum”.

Días atrás, el francés Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes, lo dijo en el cine Gaumont, durante la apertura de la Semana de ese festival en Buenos Aires: “Vengo con frecuencia a la Argentina, soy amigo de la Argentina, y me duele comprobar que un cine que se queda sin recursos, que no recibe los aportes necesarios desde el Estado, está condenado.”

El INCAA es el caso más notorio de desfinanciación: su presupuesto de 2025, de 500 millones de pesos, representa una caída monumental respecto de ejercicios anteriores, vuelve impracticable financiar riesgos artísticos, y convierte la mayor parte de los estrenos de este año en rezagos de gestiones anteriores.

El Festival de Cine de Mar del Plata sobrevivió formalmente, pero la edición de 2025 fue considerada por muchos como la más floja desde su recuperación como festival de “clase A” (categoría que milagrosamente conserva desde su recuperación en 1996). No sólo no se editó el catálogo, sino que la escasa difusión de su programación, la presencia casi nula de figuras relevantes del exterior y el poco cuidado organizativo llevaron a que, inclusive muchos marplatenses, ignoraran que se estaba realizando.

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El INCAA es el caso más notorio de desfinanciación.

El INCAA es el caso más notorio de desfinanciación.

Cifras elocuentes

La concurrencia total a salas de cine en el país durante 2025, tanto en películas nacionales como extranjeras, fue la peor de las últimas décadas (sin contar, por supuesto, los años de pandemia y pospandemia, cuando estuvieron cerradas). A fines del mes pasado, totalizaba 30,1 millones de boletos vendidos contra los 43,1 de 2023, los 50,3 (el más alto) de 2015, los 48,7 de 2014 y los 47,6 de 2016.

Desde luego, estas cifras hay que considerarlas en el contexto, que avanza exponencialmente, del cambio de hábitos en el consumo audiovisual. Hoy, cuando hasta se ven películas en teléfonos celulares (hay gustos para todo), el público ha cambiado las salas de cine por las plataformas de streaming. El 30 de abril Netflix estrenó la miniserie de Bruno Stagnaro “El Eternauta”, que llegó a tener una cantidad de espectadores nacionales e internacionales que ninguna película nacional en salas podría soñar —según los datos de Netflix, fue la producción de habla no inglesa más vista en 13 países, con más de 10 millones de visualizaciones.

Las suscripciones a Netflix (ninguna plataforma difunde cifras, son sólo estimadas) son hoy de 6,5 millones de hogares, contra 4,3 M de HBO Max, 2,5 M de Disney Plus y 2,3 M de Amazon Prime. Más lejos, aunque reposicionándose, Paramount está en el orden de los 655.000 hogares. En general, se han mantenido con respecto al año anterior, sin crecimiento.

El teatro, aunque con un piso más resistente porque no tiene reemplazo en una pantalla, también está en tensión. La plaza teatral argentina siempre ha sido vigorosa, y este año, si bien el contexto de retracción económica produjo una baja (en especial en enero, un mes tradicionalmente fuerte por el inicio de la temporada de verano), el público continuó yendo a ver teatro. De acuerdo con la AADET (Asociación Argentina de Empresarios Teatrales), salas oficiales y fuentes del circuito independiente, el estimado en 2025 llegaría a los 4,1 millones de espectadores, contra los 4,2 de 2024 y 4,5 de 2023.

Un programa federal del INT logró reunir 680 funciones en 340 salas de todo el país, convocando a 60.000 personas. Pero las señales de alarma —menos funciones en el circuito independiente, caída de público en ciertos segmentos, reconfiguración del negocio teatral— muestran que la vocación y el esfuerzo no bastan.

El Fondo Nacional de las Artes sigue existiendo institucionalmente, con su estructura normativa reintegrada tras el decreto que restableció su régimen legal, y reafirma que su misión sigue siendo estimular todas las disciplinas: artes visuales, audiovisuales, escénicas, letras, música, patrimonio, diseño, artesanías. Las recientes convocatorias para proyectos curatoriales y para preservación del patrimonio cultural inmaterial, sumadas a las líneas de crédito para equipamiento o infraestructura, indican que el FNA se mantiene vivo.

Esto significa que hay quienes, aun con recursos exiguos, resisten, escriben, editan, exponen, publican. Librerías independientes, editoriales chicas, artistas visuales que mantienen de pie la trama cultural local. Pero ese esfuerzo tiene algo de heroico y frágil: el sistema está calibrado para priorizar la rentabilidad, no el valor simbólico.

En ese sentido, el mantenimiento del FNA, del INCAA, del INT —y su articulación con artistas, colectivos, editoriales, salas barriales, librerías populares —no es una dádiva, sino una política pública esencial. No se trata de subsidiar “arte elitista”, sino de garantizar el derecho a la cultura, la diversidad de lenguajes, la transmisión histórica.

En 2025 se lanzaron convocatorias significativas: un Concurso de Proyectos Curatoriales, líneas de préstamos para producción cultural, equipamiento, infraestructura, refacción, industrias culturales; también un Concurso de Puesta en Escena de Obras de Teatro.

La Ciudad

En el ámbito de la Ciudad, la temporada lírica del Teatro Colón arrancó con “Aída” de Verdi, con la espectacularidad conocida, pero sin mayores innovaciones como propuesta. Mucho más atractivos fueron el “Billy Budd” de Britten (estreno en el país, y lo mejor del año), con puesta de Marcelo Lombardero; “Salomé, de Richard Strauss, y un cierre con “La Traviata”, de Verdi, que tuvo como rasgo sobresaliente la puesta de Emilio Sagi. Hubo recitales de cuatro cantantes internacionales, Jonathan Tetelman, Aigul Akhmetshina, Elna Garana y Nadine Sierra, y en el ciclo de la Filarmónica sobresalió la visita del director británico James Judd.

Sin embargo, pese al brillo de sus noches, el Colón de la gestión del uruguayo Gerardo Grieco y Julio Bocca, reemplazantes del desplazado Jorge Telerman, mantiene un conflicto interno con los cuerpos estables de la casa —que celebraron este año el centenario de su creación—, traducido en numerosos comunicados públicos de protesta. El número de óperas se redujo y lo mismo ocurrirá el año próximo. Si bien la temporada oficial demora en comunicarse, se sabe que sólo habrá seis títulos, un número exiguo para la tradición un teatro que habitualmente programaba más de doce (y sin remontarnos a un pasado ya remoto, cuando alcanzaban casi la veintena).

En el Complejo Teatral de Buenos Aires se destacó, aunque dividió opiniones, el “Ricardo III” de Shakespeare, en versión personal del controvertido español Calixto Bieito. “La Gaviota” de Chejov, en versión de Rubén Szuchmacher, fue otro de los títulos convocantes de la temporada.

Pero aun en este panorama de retrocesos, el comportamiento del público ofrece un dato relevante. Pese a la caída en la producción, al ajuste presupuestario y a la incertidumbre institucional, cada vez que se abren espacios y se ofrece una programación sólida, la respuesta social es inmediata.

La última edición de La Noche de los Museos volvió a desbordar todas las previsiones, con largas filas en centros culturales grandes y pequeños, y un movimiento que atravesó todos los barrios. Lo mismo ocurrió con la exposición de Arte Egipcio en el Museo Nacional de Bellas Artes, que continuará hasta marzo del año próximo, abrió con cifras de asistencia inusuales para una muestra internacional en el país. Ese contraste —entre el repliegue de las políticas públicas y la avidez popular por participar de la vida cultural cuando se le ofrecen propuestas accesibles, bien comunicadas y de calidad— es hoy el dato central.

La discusión, entonces, deja de ser una disputa de panelistas y trolls de redes sociales y pasa a una cuestión estrictamente política: si el Estado, en cualquiera de sus niveles, está dispuesto o no a sostener un ecosistema cultural que la sociedad ya validó con su presencia. Mientras tanto, los artistas, las instituciones, los colectivos y los espacios independientes continúan trabajando en condiciones desiguales, confiando en ese apoyo social que todavía se mantiene firme.

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