19 de junio 2002 - 00:00

Drama real reflejado con seriedad

Escena de la obra
Escena de la obra
«La señora Golde», de P. Suárez. Dir.: E. Onetto. Esc.: G. Capulo. Vest.: E. Abrodos. Int.: A. Molinari, J. Sánchez Mon, G. Rey, F. Sinsky. (Patio de Actores.)

A lgunas historias reales son tan terribles, tan desmesuradas, que contienen en sí el germen de verdaderos dramas y tragedias. Por más que se las despoje de cualquier tremendismo, su simple relato adquiere la característica de una ficción.

Esto ocurre cuando se recorre la trayectoria de las organizaciones de tratantes de blancas, que bajo un manto de legalidad se ocupaban de atraer mujeres jóvenes de aldeas pobres de Europa hacia la Argentina, con la promesa de formar una familia.

La «Zwi Migdal» fue una de ellas. Fundada en 1906, con el nombre de Sociedad Israelita de Socorros Mutuos «Varsovia» (que debió cambiar su nombre dos décadas después, cuando el gobierno polaco descubrió sus prácticas), la «institución» siguió obrando bajo el nombre de uno de sus organizadores. Alrededor de 3.000 mujeres de entre 16 y 21 años, casi todas de origen judío-polaco, atendían hasta 50 clientes por día.

La caída de este imperio comenzó con la denuncia que en 1929 realizó Raquel Liberman. Los datos que figuran en el programa de mano resultan espeluznantes.

En su trilogía de
«Las polacas», Patricia Suárez se interna en tres momentos del «trato».

El retorno de un cafishio a su pueblo en busca de una mujer, las estrategias de una casamentera para proteger de algún modo a sus clientas y el descubrimiento de quién es en realidad el «novio», que hace una mujer durante el viaje.

«La señora Golde»
, dirigida por Elvira Onetto, es la segunda obra de la trilogía. La pieza tiene semejanza con algunas obras de Gogol y es interesante. Los personajes están bien trazados y el resultado es revulsivo. El mérito mayor consiste en no haber recargado las tintas; con buen tino se opta por cierto distanciamiento que potencia aún más la lobreguez de las situaciones: el regateo de la casamentera, la desvalidez y la inocencia de la novia, la frialdad y el cinismo del supuesto novio que llega a fingir que está movido por el amor.

La música de
Patricia Martínez, la escenografía y las luces de Gabriel Capulo y el vestuario de Emilio Abrodos son acertados, así como la selección de los tipos físicos. Pero, falta veteranía a los actores para enfrentar a los personajes y el esquematismo con que está pintado el personaje de la muchacha que accede a los requerimientos de su madre resta efectividad a su desempeño.

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