20 de junio 2002 - 00:00
El agente Ryan ya no es el mismo tras el 11 de septiembre
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Clancy, uno de los rostros que solía frecuentar la CNN en los días posteriores a la catástrofe de septiembre y al que toda una nación golpeada escuchó en silencio, publicó «La suma de todos los miedos» en 1991, en plena edad de la inocencia y con la fe colectiva puesta en el fin de la historia. Este, naturalmente, no era su credo. En la novela imaginó una catástrofe nuclear en Baltimore llevada a cabo por terroristas árabes, quienes fraguaban el origen del ataque para simularlo como una nueva embestida de la humillada ex Unión Soviética.
En «La suma de todos los miedos», en cambio, el infierno de Baltimore es un telón de fondo, y se ahorran los detalles en los que seguramente se habría engolosinado la cámara de haber sido distinta la historia el año pasado. Apenas, el preámbulo de la tragedia: vidrios que estallan, helicópteros que caen, automóviles que se retuercen en una autopista. Nada más, y sólo unos segundos. El espectador, en silencio, restituirá con su propia imaginación lo que está pasando allí, si la película no logra distraerlo con las imágenes de Ryan mientras resuelve la intriga y ayuda, a base de hipótesis, al gobierno y a la CIA unidos en la misma confusión, antes de llegar al final feliz.
El film, dirigido por Phil Alden Robinson, concreta también una extraña paradoja, explicada por razones políticas. Si después del 11 de septiembre los medios examinaron detalladamente cuántas veces el cine y la literatura de Hollywood habían logrado acercarse, en sus fantasías, a una tragedia como la de ese día, la nueva película se propone recorrer el camino inverso, es decir, dejar de lado lo que Clancy anticipó certeramente, el terrorismo árabe en los Estados Unidos.
No sólo inventa el guión un criminal nazi como motor del ataque (cuya fecha traslada a la actualidad), sino que explícitamente lo niega en el film: «la hipótesis árabe o de terrorismo local están descartadas» declara un funcionario del gobierno. El cine de propaganda de la Segunda Guerra Mundial nunca desechó la idea de entretenimiento, pero el enemigo era claro. Ahora queda de manifiesto, más que nunca, la intención por separar la ficción de la realidad, sin renunciar a la continuidad de un género al que el cine norteamericano siempre ha sido adepto. No hay que olvidar que la película se rodó mientras se llevaban a cabo las numerosas reuniones entre Hollywood y Washington acerca de cómo encarar, en el futuro, el cine de contenidos políticos y propaganda. El mensaje debía ser claramente patriótico, pero se desaconsejó agitar el fantasma musulmán.
Tampoco parece casual la elección de un actor como el galancito Ben Affleck para interpretar a Jack Ryan en sus años juveniles, antes de que se convirtiera en agente de la CIA. Alec Baldwin y Harrison Ford, que lo encarnaron en films anteriores («La caza al Octubre Rojo», «Juego de patriotas», «Peligro inminente») transmitían solidez y convicción política. Affleck, que aún carga sobre sus espaldas el estigma «Pearl Harbor», es la cara de la comedia romántica (sobre todo en los pocos momentos en que es capaz de esbozar alguna expresión).
Por fortuna para la película, que innegablemente es muy entretenida, hay un elenco impresionante de secundarios de lujo, empezando por Morgan Freeman, un actor mayúsculo, además de James Cromwell y Alan Bates, quienes sostienen con amplio oficio este nuevo género que se acerca más a la política fantástica que a la ficción política. Y que, naturalmente, también puede ser estrenada sin obstáculos en el mundo árabe.
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