«¿Quién dijo que la ópera es aburrida?» Espectáculo lírico humorístico con Natalie Choquette. Piano: Scott Bradford. Bandoneón: Daniel Binelli. Grupo de Canto Coral, dirigido por Néstor Andrenacci (Teatro Coliseo).
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Uno de los grandes placeres de los habitués a la ópera es narrar, en la sobremesa, el anecdotario de las escenas ridículas que les tocó presenciar: aquella Tosca obesa que rebotó en la colchoneta al arrojarse del Castel Sant'Angelo, la sexagenaria Butterfly que declara con rubor que sólo tiene quince años, o el Schaunard que desafina justo en el momento en que debe anunciar la muerte de Mimí. Lo sublime de la ópera está siempre al borde del ridículo, y por eso mismo los cantantes temen tanto a cualquier imprevisto que pueda ocurrir durante la representación. Natalie Choquette, soprano canadiense y una fuerza de la naturaleza, no le teme a nada. Su brillante carrera está montada sobre esa línea tan vaporosa entre lo sublime y lo ridículo. Cuando pisa el escenario con sus vestimentas estrafalarias y declara ser, arrogante, la gran diva Fetuccini, el público ya está entregado. Sería imposible, por ejemplo, imaginarla con un amuleto, o víctima de alguna de las infinitas supersticiones de las cantantes. Su espectáculo es alegría, desenfado y vitalidad.
El que acaba de presentar en el teatro Coliseo difiere ligeramente del que estrenó la temporada anterior en el Avenida. Una vez más, en la primera parte, Choquette se entregó a su grotesco con el «Nessun Dorma» con vino y fideos, a la delirante Traviata, a la desarticulada Olimpia y a la Carmen nonagenaria. Ahora, además del habitual partenaire en piano, Scott Bradford, la acompañó agradablemente el Grupo de Canto Coral, dirigido por Néstor Andrenacci, y pasaron por alto el relator que hacía Pancho Ibáñez con excesivas reminiscencias de Marcos Mundstock.
La segunda parte del espectáculo fue la que más variantes tuvo con respecto al del año pasado. Primero interpretó dos tangos («Naranjo en flor» y «El día que me quieras»), con Daniel Binelli en bandoneón (fue, es cierto, la parte menos interesante y más contenida de su show), para volver a ganar temperatura de inmediato con el divismo «chewing gum» de «Porgy And Bess» y «The Man I Love», espectacular.
No lo fue menos el número de la gimnasta rusa, agitando las piernas como ciclista sobre el piano y sacando el sobreagudo final de «Addio del passato» mientras hace la vertical. El cierre, con atuendos de religiosacisne, fue inclinando el show hacia un tono mucho menos chispeante, aunque enormemente emotivo, sobre todo cuando interpretó el «Aleluya» de un compositor canadiense amigo suyo, Arsenault, muerto pocos meses atrás. Para los bises, las habituales y esperadas «Casta Diva» de «Norma» y «O mio babbino caro» de «Gianni Schicchi», con un público que a esa altura de la noche ya tenía ganas de llevarla en alzas como a la Patti, a la Tebaldi o a Niní Marshall. En una reunión privada, posterior a la primera función, el nuevo embajador de Canadá, Thomas McDonald, saludó su presencia y le dio un gran cierre al encuentro: «El espectáculo de madame Choquette es extraordinario», dijo « porque no sólo demuestra que la ópera no es aburrida, sino que los canadienses tampoco somos aburridos».
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