18 de julio 2001 - 00:00

La familia, reaseguro contra los dinosaurios

Jurassic Park III.
"Jurassic Park III".
«Jurassic Park III» (id. EE.UU., 2001; habl. en inglés). Dir.: J. Johnston. Int.: S. Neill, W.H. Macy, T. Leoni, A. Nivola y otros.

El tercer capítulo de «Jurassic Park» postula la superioridad de la familia norteamericana por sobre la fuerza bruta de los pterodáctilos. Contra el calor de un hogar unido, parece decir la película, no hay zarpazo prehistórico que valga. En realidad, es una ley no escrita de Hollywood, repetida a ciclos regulares: el inicio de una saga es pura aventura, sus secuelas son pura moral. Los monstruos dejan de ser máquinas para asustar y se transforman en íconos para predicar. Las víctimas no mueren por su inocencia, sino por su pecado.

Ocurrió con «Tiburón», en cuya segunda parte -tampoco dirigida por Steven Spielberg- dejaba de ser prioritario el simple sobresalto de las dentelladas en el mar, a la vez que cobraba relevancia el sentido admonitorio de la aleta del Mal, acechando desde la costa el espectáculo de una sociedad enferma.

Y ocurre también ahora, aunque un capítulo después, con la nueva visita al parque del viejo Hammond: ya no llaman la atención las estampidas, los genes alocados o el ADN de mosquitos transformados en monstruos antediluvianos. Todo eso es muy conocido. El objeto de la película es valerse del habitual bestiario digital para demostrar que los hijos del divorcio pueden acabar en las fauces del T. Rex.

Alegoría

En esta alegoría de anglicanismo jurásico, dos familias aparecen claramente diferenciadas. Una es la de los héroes de la primera parte, el doctor Alan Grant (Sam Neill) y Ellie ( Laura Dern), que renunciaron a las emociones fuertes y crían hermosos bebés en el confort del hogar. La excitación más fuerte ahora es el dinosaurio Barney por TV. Ellie cambió los triceratops por pañales y biberones. Grant es docente, predica contra el atrevimiento a lo desconocido y a favor del orden de la investigación sin riesgos. Nada los amenaza.

El otro matrimonio es el del falso magnate Kirby (
William H. Macy) y su bonita mujer ( Téa Leoni). Ambos planean una excursión clandestina a la isla de Sorna, allí donde siguen tronando en Dolby Digital las pisadas de los tiranosaurios y refulgiendo de maldad los ojitos de los velocirraptores. Los Kirby quieren a Grant -sólo a él-como guía de lujo, y para ello le ofrecen los fondos que necesite para sus investigaciones, con la promesa de que el avión no bajará en la isla.

No mucho después, sabremos la verdad: Kirby no tiene dinero, está divorciado de su mujer y atraviesa uno de sus peores trances: su atribulado hijo se perdió en la isla practicando parapente en lancha. Pero, como ni el gobierno de Costa Rica ni el de los Estados Unidos les autorizan la expedición de rescate -zona de secuelas de alto riesgo-, se ven obligados a ocultarle a Grant las reales intenciones del viaje.

Desde luego, el doctor, acicateado por su asistente Billy (
Alessandro Nivola) terminará cediendo; el avión, accidentándose; y los técnicos de la Industrial Light & Magic, desplegando una vez más su bochinchera batería de cibersaurios. No hay demasiadas sorpresas, fuera del sentimiento tribal de una comunidad de velocirraptores (hasta ellos están más unidos que los Kirby) y algo más de despliegue y protagonismo para los pterodáctilos.

El mejor chiste del film, que no hay muchos, involucra a un tiranosaurio y un teléfono celular, y el desenlace interesa más a los asistentes sociales que a los paleontólogos: éstos últimos demostraron que dinosaurios y humanos no convivieron ni podrían convivir nunca; los otros nunca pierden la esperanza de que hombres y mujeres, alguna vez, puedan lograrlo.

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