«Mil años de oración» (A Thousand Years of Good Prayers, EE.UU.-Jap., 2007, habl. en mand., farsi e inglés). Dir.: W. Wang. Guión: Yiyun Li; Int.: F. Yu, Henry O, V. Ghahremani, P. Lychnikoff, B. Gibbons, M. Albertus.
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Un ingeniero chino, ya jubilado, visita a su hija que vive en EE.UU. (dato circunstancial, pero adecuado, ella vive entre Spokane y Coeur dAlene, una parte fría y formal de ese país). Doce años pasaron sin verse, pero el encuentro es bastante poco expresivo. Todo correcto, atento, pero poco expresivo. Como si la hija lo recibiera sólo por obligación. La charla es correcta, breve, distante. Al otro día se va al trabajo, y él empieza a recorrer la casa, el complejo de casas, el parque. Y como le pasa a más de uno, se lleva mejor con los extraños. Aunque lo perturbe la vecina de bikini, médica forense, o apenas entienda lo que dice una señora iraní muy acicalada en el parque. Ella mezcla el farsi con un poco de «broken english», él procura «englisar» su mandarín. El asunto es que se hacen amigos.
El asunto es, también, que uno nunca termina de conocer a la gente. Cada uno ofrece un rostro, e interpreta del otro lo que puede, y a veces lo que quiere. La señora no cuenta todo su drama, el encargado de mantenimiento da consejos para hijos de otra edad (y tampoco parecen aplicables a los suyos), los misioneros mormones quedan perplejos cuando el anciano les dice ver en ellos su propia juventud maoísta. En fin, lo que el autor nos pinta, con una mirada calma, compasiva, a veces también risueña, son asuntos eternos del corazón: la vejez, incomunicaciones, lejanías, el pesar que causa el fracaso de los hijos, el peso que provocan los padres, los intentos de reconstrucciones solitarias.
Cuando la hija, al fin, le cuente al padre la verdad de su divorcio, la existencia de otro hombre con quien tampoco será feliz, y el entripado que lleva desde su infancia, por una vieja historia que siempre supo, o creyó saber, quizás algo pueda cambiar entre ambos. Quizá, si al otro día ella llega a escuchar las explicaciones del padre. Cada uno está en un lugar de la casa. Hay una puerta abierta, y también una pared. Eso ocurre justo la mañana en que el viejo ha de salir por unos días, «para conocer la América de mi hija feliz». Sonrisas y melancolía, silencios, algunas notas de un piano, cada tanto, alguna observación sobre el modo en que la lengua materna puede aprisionar los sentimientos, y la lengua adoptiva puede liberarlos, intérpretes de mucha delicadeza, llamados Henry O y Faye Yu, un director tranquilo y maduro, Wayne Wang, una película chiquita, con mucho para darnos. Vale la pena.
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