«Nadie sabe» (Dare mo shiranai/Nobody Knows, Japón, 2004, habl. en japonés). Dir. y guión: H. Koreeda. Int.: Y. Yuya, K. Atu, K. Hiei, S. Momoko, K. Hanae.
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Todo empieza casi festivamente: una mujer joven se presenta con Akira, su hijo de doce años, al dueño del departamento que acaba de alquilar. El hombre se alegra de que la inquilina no tenga hijos más chicos, porque son ruidosos y «los vecinos se quejan». Al rato, madre e hijo descargan con mucha precaución dos grandes valijas del camión de mudanza. De ellas salen, muertos de risa, dos chiquitos adorables (una nena y un varón). A la cuarta hija, algo más grandecita, la va a buscar el hermano mayor a la estación. Durante la cena familiar, entre bromas y gestos cariñosos se les pide a los más pequeños que repitan las reglas a seguir: básicamente no hacer ruido; no hacerse notar.
Al principio se ve una familia un tanto rara, pero casi se diría feliz. La madre trabaja todo el día afuera, los hijos mayores hacen todos los quehaceres domésticos. Los otros juegan. Ninguno va a la escuela. Una noche ella llega tarde, oliendo a alcohol. Poco después, directamente deja una nota, un poco de dinero, y desaparece por un tiempo. Durante ese tiempo, Akira se encarga de todo y de todos, casi festivamente. Plata hay y, si no, puede recurrir «excepcionalmente» a los padres (todos diferentes) de sus hermanos. Cuando la madre vuelve, es sólo para buscar algunas cosas y se va de nuevo («Me enamoré de alguien ¿Yo no puedo ser feliz?»). Esta vez, intuye Akira, es para siempre.
Lo que sigue es el lento, ominoso, deterioro que se va produciendo en la casa y en sus reclusos, pese a los titánicos esfuerzos de Akira, no sólo para administrar responsablemente los recursos cada vez más escasos, sino también para tener a todos contentos y, sobre todo, para que nadie de afuera sepa de su cruel abandono «porque nos van a separar; y eso es horrible». Pero tiene 12 años y a veces (sólo a veces), actúa en consecuencia, hasta que justo una de esas veces hay una tragedia horrible.
El director Hirokazu Koreeda (el mismo de la bella «After life») se basó en un caso policial que ocurrió en 1988 en Tokio para contar esta historia, convencido de que «la vida de esos niños no pudo haber sido solamente negativa». Para demostrarlo, escribió un guión lleno de detalles mínimos y aparentes tiempos muertos, que sólo hay que saber mirar. Filmó despaciosamente y con admirable delicadeza a sus hiper verídicos niños no actores con una cámara engañosamente documental. En realidad, cada toma está encuadrando una idea: inocencia infantil, ternura, dignidad, pudor, solidaridades inesperadas, vidas contrastantes, usos y costumbres. En este sentido (el de contar una cultura indirectamente y sin discursos), su película recuerda a «Estación Central» del brasileño Walter Salles. Koreeda también se niega a juzgar a nadie. Ni siquiera a la madre, que en última instancia es otra criatura con vaya uno a saber qué dramas anteriores.
Por supuesto que, aun con toda su sutileza, «Nadie sabe» (un título tan gráfico como abarcador), es una película de una tristeza insoportable, que sigue dentro del espectador mucho después de salir del cine.
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