25 de octubre 2001 - 00:00

Una postal de Nueva York más nostálgica que emotiva

El secreto de un poeta.
"El secreto de un poeta".
Si «Los impostores» resultó mucho más insustancial que la excelente «Big Night», en su tercer film, Stanley Tucci peca, por lo menos, de pretencioso. Los personajes y situaciones reales que evoca «El secreto del poeta» son verdaderamente atractivos y, de antemano, parecían material idóneo para un director como Tucci, fascinado con «todo: la música, la política, el estilo general» de los Estados Unidos de las décadas del '40 y '50, además de tener dos artistas -posiblemente-fracasados en el centro de la anécdota, como en sus dos películas anteriores.

La base del guión son los textos que escribió y publicó en 1942 el escritor de «Perfiles» de la revista «The New Yorker» Joe Mitchell sobre Joe Gould, un extravagante pordiosero alguna vez graduado en Harvard que decía estar escribiendo la más completa «Historia oral de nuestro tiempo», mientras sobrevivía en las calles de Nueva York a como diera lugar, frecuentaba de igual a igual a glorias literarias de la época ( Ezra Pound, E.E. Cummings) y recogía contribuciones para una presunta «Fundación Gould» entre galeristas top ( Vivian Marquie) o artistas plásticos de más o menos renombre ( Alice Neel, Gaston Lachaise).

Contraste

El mismo Tucci encarna bien a Mitchell, un típico sureño gentil y tímido al punto de no poder terminar debidamente una frase («por suerte escribe mejor de lo que habla», le dice su editor); un hombre meticuloso, de vida familiar rutinaria y con evidentes pretenciones literarias que sólo trascendieron en sus artículos para «The New Yorker», recogidos en un volumen que incluían los dos sobre Gould. Frente a él está Ian Holm (el estupendo actor inglés visto también en «Big Night») esforzándose con éxito por darle a su «homeless» ilustrado los contrastes precisos entre el genio loco, la sofisticación intelectual y la chantada, sin precipitarse en la caricatura. El resto de los actores (entre ellos, Susan Sarandon con un pequeño papel) sólo ofician de narradores de la vida de Gould que el periodista fue recogiendo en los 10 años que le llevó descubrir el decepcionante «secreto» del objeto de su obsesión.

Pintada la época -de forma impecable, como ya es característico en Tucci-, y presentados los personajes, lo difícil era volver interesante para el espectador la relación especular entre Mitchell y Gould, dos individuos muy diferentes a los que el director quiso convertir en alter egos. Como para subrayarlo, en una escena se muestra al reportero en una fiesta contando como propio un argumento sospechosamente parecido a la mítica «Historia oral» ajena.

El problema es que decir esto le lleva a
Tucci buena parte de un film que, aunque agradable de ver, deja pensando si no hay mucha condescendencia con los personajes y, sobre todo si no habría hecho falta algo más de emoción. En pocas palabras, no bien se sabe quién es quién, todo empieza a resultar ajeno, distante, casi como si se estuviera frente a una vieja, nostálgica postal.

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