29 de septiembre 2022 - 11:13

Lisandro de la Torre, fiscal de la Patria

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“Los grandes espíritus no siempre encontraron el camino. Pero siempre supieron cual era”

Voy a comenzar en forma telegráfica.

Lugar: una escuela pública de Rosario. Fecha: mitad del año 1878. Es un cuarto grado.

Dos alumnos de 10 y 11 años respectivamente, comienzan a pelearse en el aula.

La maestra trata de separarlos, pero no le resulta fácil.

Queda además de indignada, sorprendida. Porque el de diez años es el mejor alumno del curso y su conducta ha sido siempre irreprochable.

El de 11 años es lo opuesto.

Mucho más alto que su rival y muy agresivo, está repitiendo el cuarto grado. Y además, molesta permanentemente a otro pibe, frágil y enfermizo, con una ostensible renguera, secuela de una parálisis infantil. Pero este no interviene en la pelea.

El pibe de 10 años ha increpado al más grande y está peleando con él, por defender al compañero discapacitado.

Esta delineado un futuro “justiciero”, de sólo 10 años que adulto sería un destacado demócrata. Su nombre Lisandro de la Torre.

Y como los años, si bien producen cambios en el ser humano, en esencia no lo cambian, De La Torre, décadas después, fue una eminente figura pública, modesto frente a la grandeza, pero arrogante frente a la bajeza.

Fue un hombre totalmente libre y como tal, sólo esclavo de sus principios.

Recibido de abogado a los 20 años, fue dos veces candidato a Presidente de la República.

La primera vez en 1916, elección en la que fue derrotado por Hipólito Irigoyen.

Y la segunda 17 años después, en que llevando al Dr. Nicolás Repetto como candidato a Vicepresidente, fue derrotado nuevamente, esta vez, por la fórmula que encabezaba el General Agustín P. Justo.

De La Torre fue un hombre múltiple, que “sólo se sentía en paz en la acción”.

Estudió también Medicina, sin llegar a recibirse. Ejerció el periodismo y en ese campo dirigió dos diarios “El Argentino” en Buenos Aires y “La República” en Rosario.

Fundó, el año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, el Partido Demócrata Progresista, del que fue su primer Presidente.

Pudo ser Presidente de la Nación. El General Uriburu, triunfador en la Revolución del 30 que derrocó a Irigoyen, le ofreció la Presidencia de la República.

De La Torre la rechazó diciéndole:

-“No puedo aceptar un cargo, que no he ganado legítimamente”. Una muestra inequívoca de dignidad.

Él sabía que la integridad moral dificulta el camino. Pero no podía –ni quería- tomar otro.

Tuvo adherentes fervorosos y adversarios enconados. Y es lógico.

Porque los hombre erguidos, siempre molestan a los espiritualmente “inclinados”. Porque estos “no pueden erguirse para alcanzarlos”.

Orador brillante, sabía de la magia que irradiaban sus palabras. Pero su meta no era cosechar aplausos. Sólo le importaba divulgar sus sanos principios.

Fue diputado nacional y senador.

Se lo llamó el “Fiscal de la Patria”, desde que participó en el famoso debate de las carnes en el Senado, denunciando a 2 ó 3 funcionarios de alto nivel, que se beneficiaban perjudicando los verdaderos intereses del país.

En 1937, De la Torre renunció al Senado y se retiró a su casa de la calle Esmeralda, en Buenos Aires.

El 6 de diciembre de 1938, cumplía 70 años y sus amigos lo notaban apesadumbrado.

Lo atribuían al hecho que hacía pocos días, había fallecido su madre. Comenzaba a instalarse en él, la idea del suicidio.

Lentamente, sin manifestarlo, comenzó a despedirse de sus allegados y dejó sus cuentas totalmente en orden.

Al mediodía del 5 de enero de 1939, puso fin a su vida disparándose un balazo en el corazón.

Dejó una carta a sus amigos:

“Les ruego que se hagan cargo de la cremación de mi cadáver. Deseo que no haya acompañamiento público ni ceremonia laica ni religiosa alguna.

Mucha gente buena me respeta y me quiere y sentirá mi muerte. Eso solo, me basta como recompensa”. Y agregaba:

“Desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo.

Y así se extinguió la vida de este ilustre argentino, que entendió “que arrodillarse solamente ante lo puro, es elevarse”.

Y un aforismo final como homenaje a este preclaro argentino.

“Todos pueden seguir la corriente. Pero pocos, enfrentarla”.

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