El presidente de Francia, Emmanuel Macron, aseveró hace pocos días que "no es responsabilidad de Francia" que la República Democrática del Congo no haya sido capaz de restaurar la soberanía "ni militar ni de seguridad ni administrativa. No hay que buscar culpables fuera”, sentenció el primer mandatario galo.
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Sus declaraciones no ayudan a reinsertar a Francia en un primer plano de aceptación, en un continente donde Rusia y China están ganando presencia en el territorio, haciéndose de las materias primas y ocupando los espacios que antes pertenecían a Occidente. Estados que nunca dan lecciones de democracia y no fingen ser amigos. Su actitud es práctica, sin ideologicismos ni condescendencias.
Y eso no es todo: los préstamos de China no generan duras ataduras, a diferencia del financiamiento de las instituciones tradicionales, como el FMI y el Banco Mundial, que crean fuertes obligaciones para quienes se endeudan, comprometiéndolos a medidas de austeridad y programas estructurales de ajuste, de legislación laboral o política cambiaria, o mismo de tipo comercial y regulación financiera. Solicitan si, que la inversión se realice con equipamiento y tecnología de China; como así también, para cubrirse del riesgo de la secesión de pagos, los préstamos se encuentran atados a la venta compulsiva de las materias primas que requiere la demanda interna del país asiático. Requerimientos que, comparado a la sumisión hacia occidente, es una salvedad dentro de un acuerdo visto como beneficioso para ambas partes.
Y ello no es todo: el gobierno Chino provee financiamiento para el Banco de Desarrollo Africano o la Fundación para el Desarrollo de China y África, a través de los cuales provee asistencia e inversión en infraestructura, ofreciendo créditos y préstamos preferenciales para la construcción de Hospitales o la provisión de insumos y entrenamiento a los agricultores de África. La medida no es de alta rentabilidad e interés económico directo de corto plazo, pero es un claro gesto político para estrechar lazos y desplazar otros actores estatales – China es, actualmente, el principal inversionista en la economía africana -. Y los números lo sustentan: para citar solo un ejemplo, las exportaciones francesas a África equivalieron a un 25% de las chinas en 2022.
Rusia también habla con números. Durante la reciente conferencia parlamentaria internacional ‘Rusia-África en un mundo multipolar’, el presidente Vladímir Putin aseguró que su país “ha condonado más de 20.000 millones de dólares en deudas a países africanos". Asimismo, Putin aseguró que Rusia suministrará, gratuitamente, alimentos a los países necesitados de África, en contraposición de la postura de sus ‘enemigos’: casi la mitad de los cereales que partieron desde Ucrania en el último año terminaron en países europeos, y apenas tres millones de toneladas fueron de manera directa hacia países africanos. Como contraparte, Rusia exportó 12 millones de toneladas de alimentos a África en 2022. Y ello no es todo: el volumen del comercio mutuo crece anualmente hasta haberse ubicado en los casi 18.000 millones de dólares durante el año 2022.
El mandatario también destacó que su país y los países africanos “defienden las normas morales y los principios sociales tradicionales para nuestros pueblos, oponiéndose a la ideología colonial impuesta desde el exterior". Y para cerrar el círculo de atracción, desde Moscú le adicionan además una fuerte dosis de ‘poder blando’. Un ejemplo menor es la reciente apertura a orillas del río Oubangui, en la República Centroafricana, de un centro cultural que ofrece un carrusel para niños, clases de ruso para adultos, y proyecciones de películas provenientes del gigante euro-asiático.
Dado lo expuesto y retomando al caso francés, lo más burdo y sarcástico de todo son las propias declaraciones del Elíseo: "Es una nueva oportunidad para comprender el continente en su complejidad y analizar mejor las transformaciones que se están produciendo, en términos climáticos, de salud y de seguridad, pero sobre todo en relación a las oportunidades económicas, ya que el continente será el mercado más dinámico del mundo".
¿Hace un siglo que se encuentran cogobernando (mejor dicho, expoliando sus recursos, como por ejemplo el cobalto y el litio, cruciales en la fabricación de autos eléctricos) a otrora colonias y no saben que es lo que estas necesitan? Por otro lado, ¿no tienen ni un poco de decoro en disimular la necesidad de no perder a los ‘novedosos dinámicos mercados’ (sin importarles si es bajo un proceso de inclusión socio-económica, o dentro de una dinámica que solo exprima al máximo la rentabilidad de las empresas foráneas)?
No es entonces raro, irracional, ilógico, que el presidente de la República Democrática del Congo, Félix Tshisekedi, le responda con dureza a Macron: "Esto debe cambiar, la forma en la que Europa y Francia nos trata. Debes comenzar a respetarnos y ver a África de un modo distinto". Evidentemente, la presencia gala en la África francófona provoca cada vez más hostilidad y recelo, proveniente de un rol paternalista que poco tiene que ver con la viveza y el aprendizaje de política exterior en términos de los avances que ha habido en el siglo XXI’. Es que, aunque continúe siendo una premisa para algunos, es cada vez más difícil domesticar a las sociedades – lo que incluye un costo creciente para las Elites africanas de disimular sus alianzas con las ex potencias coloniales -.
Dado lo expuesto, no podemos circunscribir las relaciones metrópoli / ex colonia solo a Francia. Es que la potencialidad de la vieja Europa languidece, pari passu, a la nueva reconfiguración geopolítica bipolar, donde al enemigo oriental (Rusia/China y aliados) se le opone una OTAN bajo los mandamientos del Reino Unido y los Estados Unidos. ¿Dónde queda el rol de la Unión Europea? Enmarañada en su amplitud y sus variados dilemas endógenos; donde, al final del día, los intereses electorales nacionales – léase dinámicas económicas, culturales y religiosas propias - terminan pesando más que la lucha por salvar los ‘valores democráticos occidentales colectivos’. Ello se refleja en el errado enfoque del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, quien se refiere permanentemente a la lucha entre ‘la democracia y la autocracia en ascenso’; un concepto demasiado binario para una época de desafíos complejos.
Por ende, no es de extrañar que el presidente de Namibia, Hage Geingob, le haya dado una contundente respuesta al embajador de Alemania, Herbert Beck, cuando este último le recriminó la presencia de ciudadanos chinos en su país: “En Namibia, el número de chinos que vienen aquí es cuatro veces más que, por ejemplo, la comunidad alemana”.
En ese sentido, el presidente de Namibia, le explicó al embajador alemán por qué la presencia de la comunidad china no supone un problema para su país. “Los chinos no han venido aquí a jugar, que es lo que hacen los alemanes, por cierto. ¿Me habla de los chinos? Mientras hemos permitido a los alemanes venir aquí sin visado y les pusimos alfombra roja, muchos de nuestros ciudadanos sufren acoso en Alemania, incluso diplomáticos. ¿El problema son los chinos? ¿Por qué no hablamos de Alemania y de cómo nos trata? Los chinos no nos tratan de esa manera”. Todo dicho.
Sin embargo, parece que desde Alemania no han comprendido las necesidades que implican la situación. No alcanza con que el embajador alemán prometa un "gesto para reconocer el inmenso sufrimiento infligido a las víctimas” con US$1.300 millones para ser invertidos en infraestructura, atención médica y programas de capacitación que beneficien a las comunidades afectadas desde la época de la colonia. Es que en la primera década del siglo XX, cuando la actual Namibia era la colonia alemana de África del Sudoeste, decenas de miles de personas murieron cuando las fuerzas imperialistas reprimieron brutalmente los levantamientos de dos de los principales pueblos del país, los Herero y los Nama, matando a la mayor parte y llevando a otros a un desierto (el desierto de Omaheke, en el este del país) donde la mayoría falleció de hambre (los sobrevivientes terminaron en campamentos utilizados como mano de obra esclava). De este modo, el país europeo expulsó a comunidades de sus tierras, las que fueron entregadas a colonos alemanes. En la actualidad, los namibios alemanes son el grupo más grande entre los agricultores blancos, poseyendo alrededor del 70% de las más extensas y fértiles tierras del país.
Por lo tanto, habría que explicarles a los alemanes que un flujo de dinero no determinante, no implica la realización de un cambio estructural, sino más bien que explicita un paliativo inocuo en términos morales. Sino pregúntenos a los argentinos, los cuales hemos sido formados como nación bajo una sociedad terrateniente oligárquica, la cual poco ha cambiado. Donde un grupo minoritario de argentinos – hagamos la vista gorda por un momento a las vastas tierras propiedad de extranjeros diseminadas por todo el país -, conllevan en su ADN una sed de imponer políticas y abrazar divisas bien guardadas en paraísos fiscales, con una cuasi dependencia de la nación como un todo, que lejos está de haberla favorecido a través de la generación de un ciclo de desarrollo sustentable.
¿La concentración de la riqueza agrícola es la única problemática de nuestro país, lo que no nos permite salir del pozo en el cual estamos metidos? Claro que no. ¿El campo es un sector genuino y clave en la provisión de divisas? Si, no quedan dudas. Pero la estructura sistémica que abona la concentración de poder y riqueza – en conveniencia con la elite (foránea o local) que protege los intereses de clase -, perturba una genuina distribución de la riqueza. Y eso tiene que a mejorar. Porque cuando los beneficios exorbitantes de unos pocos se pavonean ante el sufrimiento de las mayorías, propias o extrañas, el sentimiento de bronca tiene la perpetuidad asegurada. Ya sea en Namibia, en la República Democrática del Congo o en Argentina.
Economista y Doctor en Relaciones Internacionales
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