Noticias llegadas de los Estados Unidos y Europa dan cuenta de la muerte, a los 75 años, de la exquisita soprano estadounidense Wilhelmenia Fernandez, una artista que, pese a su arte vocal, fue más reconocida por el público de cine que el de ópera. Los argentinos, tanto los cinéfilos como los melómanos, tuvimos la paradójica suerte de conocerla en ocasión de una visita bochornosa al Campo de Polo de Buenos Aires —bochorno del cual, digámoslo de entrada, ella fue completamente inocente—, y que seguramente habrá borrado de su extenso historial de glorias apenas dejó Ezeiza. Pero vayamos por partes.
Adiós a una soprano que protagonizó glorias (y sufrió un bochorno en Buenos Aires)
Murió la cantante estadounidense Wilhelmenia Fernandez, que se hizo célebre en el cine por la película "Diva" (1981), y que en los 90 soportó una vergonzosa producción de "Aída" en el Campo de Polo.
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WIlhelmenia Fernandez, como apareció en la película "Diva"
Wilhelmenia Wiggins Fernandez, su nombre completo, nació en Filadelfia en 1949. Afroamericana, su debut operístico se produjo en el papel de Bess, en el clásico de George Gershwin “Porgy and Bess”, para la ópera de Houston, una producción con la que hizo una gira por todos los Estados Unidos y algunos países europeos. Su canto y figura sedujeron a los franceses, y fue así que la contrataron para el papel de Musetta en “La Bohème”, de Puccini, donde actuó al lado de Plácido Domingo y Kiri Te Kanawa. En 1982, repitió ese papel en el New York City. A medida que su fama continuaba en ascenso comenzó a abordar nuevos desafíos y, años más tarde, se destacaría en Londres como protagonista del musical “Carmen Jones”, la versión negra de la “Carmen” de Bizet que Otto Preminger había llevado al cine en 1954.
Pero el hecho que cambió la fama y la fortuna de Wilhelmenia fue que el director de cine francés Jean-Jacques Beineix, el futuro autor de “Betty Blue”, quedara deslumbrado con ella en el Palais Garnier, justamente cuando cantaba la mencionada “Bohème”, y le ofreciera el papel protagónico de “Diva”, donde interpretó el aria “Ebben? Ne andrò lontana” de la ópera “La Wally”, que la lanzó al estrellato mundial en 1981.
“Diva” no era solamente una película sobre una cantante de ópera: era un policial que se apartaba de la tradición noir del género, típica de los 60 y 70; una película estilizada y preciosista, que contrastaba el mundo glamoroso de una cantante de fama y un cartero joven (un chico de “delivery”, se diría hoy, interpretado por Frédéric Andrei), fan de la “diva” que le tomaba una grabación pirata en vivo en un teatro, y que tras una confusión de cintas terminaba involucrado con la mafia. La belleza de la ópera en su contraste con la sordidez del delito era el eje sobre el que se construía el film. Algunos dicen que su argumento estaba inspirado en un episodio de la vida real de Jessye Norman.
El éxito internacional del film y la popularización del aria (en su carrera, fue como el “Nessun dorma” para Pavarotti: la cantó en teatros y estadios durante casi un cuarto de siglo) provocaron que Wilhelmenia Fernandez fuera convocada por toda clase de empresarios. Los serios y de los otros. Recordemos que los 90, a partir de la impensada repercusión de los Tres Tenores en las Termas de Caracalla en Roma, convirtieron a los cantantes líricos en una especie de rock stars para actuar al aire libre y ante multitudes. Fue así que Wilhelmenia, como casi estaba escrito, terminó cantando el protagónico de la “Aída” de Verdi en las Pirámides de Luxor, en Egipto, y en otros espacios en los Estados Unidos. Para su desdicha, también firmó con una empresa llamada Operama, que había presentado esa producción al aire libre en Portugal, y que se propuso traerla al Campo de Polo de Buenos Aires.
Bochorno por dos
El mes de diciembre de 1997 no sólo fue extremadamente bochornoso en Buenos Aires, sino que estuvo azotado por lluvias torrenciales que se atribuyeron “al Niño”, ese fenómeno de las mareas y el calentamiento de los océanos que trae consecuencias de todo tipo (y que, en aquel caso, fueron una excusa perfecta para culpar a alguien más).
Desde un mes antes, los carteles publicitarios de Buenos Aires empezaron a llenarse de enormes avisos del espectáculo, con una particularidad: no se anunciaba “Aída”, con la grafía que le damos siempre a la ópera de Giuseppe Verdi, sino “Aïda”, con diéresis en la “i”. Es decir, una transcripción gráfica de la imposibilidad, en los países sajones, de saltear el diptongo y pronunciar como Dios y la Real Academia mandan. Era un primer mal indicio: nadie le dijo al empresario que los argentinos sabemos pronunciar “Aída”, pero así se lanzó la campaña. Pero hubo algo más grave: buena parte de la prensa, incluyendo a uno de los “grandes” diarios, también escribió "Aïda", como si se tratara de otra ópera. Ojalá hubiese sido sólo eso.
Se anunciaba, claro está, una parafernalia impresionante para su puesta en escena. Sólo faltaba el desfile de elefantes auténticos que algunas producciones del pasado se aventuraron a llevar a escena. Ahora eso no hacía falta, ya había empezado la época de las proyecciones láser. Anticiparon la presencia de 700 figurantes (para representar a los egipcios y esclavos etíopes), un escenario de 45 metros de boca y 20 de alto dividido en tres partes, dos enormes torres de amplificación sonora, y una pantalla para proyectar escenografías de 60 metros. Los inconvenientes empezaron la noche anterior al debut: siguiendo los mandatos del Niño, había llovido en demasía, lo cual tornaba el poco apropiado marco del Campo de Polo en un lodazal difícil de secar.
El espectáculo estaba anunciado a las 21 (era un viernes) y comenzó… dos horas y diez más tarde. Muchos invitados VIP se marcharon antes, entre ellos el entonces Jefe de Gobierno Fernando de la Rúa, a quien lógicamente no podía demorárselo hasta la madrugada. Pero lo más grave fueron los motivos del retraso: las plateas preferenciales, varias filas de ellas, no estaban numeradas, y los espectadores que habían pagado una fortuna por ellas, y que entraron muy tarde al Campo porque no se habilitaban las puertas, iniciaron una batalla campal para obtener los mejores sitios. El resultado fue una “invasión de escenario” por parte de los coléricos plateístas, muy lejos de lo que se espera de un público de ópera, ante la impotencia de los encargados de seguridad, que se apresuraron a poner sillas adicionales como si fuera una kermesse. Desde ya, tampoco se espera algo así de un espectáculo internacional tan costoso. Detalle al pasar: ni siquiera baños químicos había, de modo que había que arreglárselas como se pudiera en caso de emergencia. Wilhelmenia debió, en esas condiciones, interpretar a la desdichada esclava de Verdi, en una función que no debe haber olvidado en su vida. Y no fue la peor.
La noche del sábado fue la más “normal”, sólo empezó con 40 minutos de retraso. Y se repitieron algunos desajustes que llevaron a que, los más entendidos, aseguraran en público o en privado que esas representaciones no habían tenido ensayos. Sin embargo, la función final, la del domingo (desgraciadamente, a la que asistió quien esto escribe) fue un cataclismo.
Por culpa del Niño o no, los vientos casi huracanados se llevaron partes de la escenografía, aún antes de empezar, y provocaron daños en los ya de por sí endebles sistemas de amplificación. Ni hablar de las sillas puestas a modo de platea, que daban vueltas como en una película surrealista. Hasta último momento no se sabía si la función se cancelaría o no porque el cielo se veía amenazadoramente encapotado. Pese a ello, con una demora no muy extensa, la función empezó.
No duró demasiado. Terminado el primer cuadro, el del aria del tenor “Celeste Aída”, empezaron a caer las primeras gotas. Los músicos (era la Orquesta Sinfónica Nacional), naturalmente, dejaron de tocar para proteger sus instrumentos (que jamás el Estado les proveyó y son propios, al igual que los del resto de las orquestas). Por los altoparlantes, que sonaban más claros que los micrófonos de los cantantes, se anunció que se iba a esperar un poco hasta que cesara la lluvia, lo que provocó incontables carcajadas pese a lo dramático de la situación. “Aída” no se oía. Lo único que llegaba con nitidez no eran los versos de Ghislanzoni musicalizados por Verdi sino los cantos de la hinchada de River, que salía del Monumental festejando un tricampeonato. Como era de esperar, la lluvia no cesó sino que se volvió torrencial, y la función se suspendió definitivamente. Eso sí, en este caso devolvieron el valor de las entradas.
Con estos recuerdos de Buenos Aires se fue Wilhelmenia Fernandez. Quienes, pese a todas las adversidades, tuvieron la suerte de escucharla cantar, dicen que estuvo magnífica. Nunca más volvió.
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