27 de octubre 2021 - 00:00

El deporte en un club de barrio como una forma de la belleza

La artista Irina Kirchuk expone en la galería Alberto Sendrós la muestra “La polideportiva parabólica”, de modalidad interactiva.

Kirchuk. “La polideportiva parabólica” en la galería Alberto Sendrós.
Kirchuk. “La polideportiva parabólica” en la galería Alberto Sendrós.

En la galería de La Boca Alberto Sendrós, la artista Irina Kirchuk (1983) exhibe la muestra “La polideportiva parabólica”. El arte de Kirchuk está hecho de sensaciones y se sirve sin prejuicios de casi todo; en esta ocasión, del deporte de un club de barrio. Al ingresar a la sala, las líneas blancas y azules dibujan en el piso las áreas que definen los límites. Unas pelotas color rosa aparecen detenidas en la trayectoria de una curva parabólica, del mismo modo, dos raquetas separadas por un arco de metal abren el espacio del juego. Ubicado estratégicamente en la pared, un cesto alcanza para adivinar el lanzamiento de la pelota. Todo está quieto, pero a pesar del movimiento congelado, se percibe el dinamismo.

En el medio de la sala, se levanta una gran luminaria, la “Torre central”. Realizada con varios termotanques superpuestos de diversas medidas y pintados de azul, la torre mantiene el aspecto de un elemento de origen industrial y está coronada por un círculo de neón que irradia su luz azulada. Los círculos se reiteran en las ruedas de la fortuna de colores rojo, turquesa y naranja, que invitan a manipularlas y hacerlas girar con un sistema de engranajes. Un simple ventilador llamativamente verde exhibe entretanto su función: el aire que hace circular está representado a través de los círculos de su carcasa que flotan como el viento en el espacio. Con ese mismo recurso, unas bandas de aluminio configuran el calor que sale de una estufa. “Las esculturas plantean los esquemas del movimiento detenido. En esta especie de futurismo precario, cada obra representa una acción detenida en el tiempo”, reitera Kirchuk.

El sentido

La línea, recta o flexible y ondulada pero siempre nítida, dibuja la forma de las cosas y relata el sentido de las obras con exactitud. La línea de una manguera sinuosa se eleva por la presión del agua que está a punto de salir y de inmediato, en el contexto del barrio de La Boca, se vuelve clara la alusión a las casas con jardines y la rutina del riego. En esta ficción visual de un campo deportivo todos los elementos están concebidos como obras de arte. El color artificial de los objetos determina que esta instalación escenográfica se perciba como una pintura Pop. Y con estas características de estilo ejerce su potente seducción estética. Las tres pelotas color rosa evocan la obra “Equilibrium Tanks” de Jeff Koons. Luego, detenerlas mientras recorren la parábola es un recurso conceptual que facilita, además, la contemplación del espectador. Resulta imposible dejar de imaginar entonces, el preciso instante en el cual esa energía detenida se libera y todo comienza a moverse. Ese shock es un sueño, una quimera imposible. Pero, no obstante, la irrupción del movimiento es una realidad, una presencia latente, provocada por la tensión óptica que genera la exposición. Allí mismo la obra se abre a la interpretación: se escucha una respiración agitada, los sonidos de las pisadas del jugador que tira la pelota al cesto y hasta es posible ver la musculatura trabajada de sus brazos curtidos por el sol.

Finalmente, en el fondo de la sala, un inmenso ventanal cubierto por unas cintas a modo de cortina, ostenta en degrade de tonos lilas y rosados. Desde las cintas cuelgan unos cascabeles y si bien la obra recuerda los cortinados de cuentas rojas y blancas de Félix González Torres, la artista aclara que es un homenaje a la alegría que deparan los “Penetrables” de Jesús Soto. La felicidad deportiva está allí representada y, cuando se abren las ventanas, la cortina desafía el estatismo, se balancea con el viento y emite un sonido hipnótico.

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