«Espíritu de simetría», de Angel Faretta. (Djaen, Buenos Aires, 2008; 574 págs.)
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Ángel Faretta, ensayista y teórico del cine, vuelve un año después de la publicación de «El concepto del cine» con otro enjundioso volumen cuyo origen, los artículos que publicó a lo largo de ocho años en la desaparecida revista «Fierro» (1984-1991), no constituyen simplemente la mera y habitual recopilación para un libro de material previamente editado.
Faretta, como lo saben sus cada vez más crecientes lectores, hace tiempo se alejó del fatigoso ejercicio cotidiano, coyuntural, de la crónica diaria, para ahondar a través de la cátedra y de sus múltiples escritos en un sistema de pensamiento que se reconoce en lo filosófico, lo histórico y en lo religioso, antes que en la fugaz y olvidable «reseña» de tal o cual título.
Su concepto del cine, expuesto en el libro antes citado, tiene una dimensión ajena a la idea de arte, industria o entretenimiento que suele dársele: el autor invita a pensarlo a través de una mirada que lo hermana, aislándolo del tiempo o, paradójicamente, inscribiéndolo más aun en él (según se entienda la infinita expresión «tiempo»), a la forma específica de conocimiento en el siglo XX, más allá de que su materia aleatoria, o «soporte» como se dice ahora, haya sido ignorada en siglos anteriores.
En su extenso prólogo, que no sólo funciona a la manera de manifiesto sino que arroja una luz distinta sobre el cúmulo de artículos que lo suceden, el autor establece una línea de continuidad entre la relación que establecieron, en el Renacimiento, Mecenas y artistas, con la que se entabló durante la edad de oro de Hollywood entre el «sistema de estudios» y los directores: una equivalencia que, lejos de amoldarse a la perezosa idea sobre «déspotas incultos con dinero» y «artistas sensibles», la revierte por completo.
Tomando como base el origen predominantemente austrohúngaro de muchos de aquellos pioneros, Faretta encuentra en esa génesis la razónmás probatoria de buena parte de su teoría:el cine, como expresión específica de la mirada y el conocimiento contemporáneos, fue capaz de desarrollar las expresiones estéticas y técnicas más avanzadas sin por eso estar apoyado en la concepción liberal y atea del mundo. Para el autor, aquel Hollywood de inmigrantes austrohúngaros fue un verdadero «alien» religioso en el cuerpo de una potencia política que se vanagloria, sólo gracias a los oropeles de fama, dinero y glamour, de quien, en el fondo, la contradice. Desde luego, para tal concepción, el cine (en el sentido más tradicional) ha venido perdiendo, sin reemplazo, a sus más auténticos artistas; ni siquiera merecen figurar dentro del canon algunos de los cineastas a los que Faretta antes ensalzaba y de los cuales ahora abomina (como Bertolucci, Eastwood, Wenders, Shepard y una larga lista). Así las cosas, la posterior lectura de aquellos artículos de «Fierro» adquieren, además del gran placer que depara su prosa chispeante, irónica y muchas veces mordaz, una luz diferente.
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